Dos amigos decidimos animarnos a la locura. Con casi nada, salvo una enorme ilusión y muchas ganas, resolvimos que era ahora o nunca el momento de concretar nuestro sueño: recorrer el continente americano en moto. Ahí vamos.

domingo, 2 de mayo de 2010

Adiós Bolivia

"Tan lejos y tan cerca" es el título de una hermosa película del director Wim Wenders. Y aunque la trama de ese film tenga poco que ver con esta crónica, es difícil encontrar otra expresión que se ajuste más a la extraña sensación que nos dejó nuestro paso por Bolivia, algo así como el sabor de lo inabarcable.

Después de casi dos meses recorriendo casi la mitad de un territorio de geografías tan variadas como impactantes, encontramos mucha gente amigable, una historia llena de dolor y despojo, y un proceso social y político en curso cuya complejidad difícilmente se pueda llegar a dilucidar a los ojos del ocasional visitante, aun de aquél que, como es nuestro caso, trata de hurgar por todos los rincones de la realidad.

Y es que, aunque estemos tan cerca en casi todos los sentidos, estamos tan lejos… Por momentos se tiene la sensación de que el proceso social y político que está en marcha transcurre en un plano de la realidad prácticamente imperceptible, pero que está allí, donde a uno le cuesta llegar hasta por dificultades de comunicación con sus protagonistas y beneficiarios finales. Los medios de comunicación, claro, no son un elemento válido para hacerse una idea de lo que sucede pues, como es fácil de imaginar haciendo una simple asociación con los de más al sur, más que mostrar, se embarcan en una desfachatada descalificación sistemática de toda iniciativa del gobierno.

A simple vista se puede ver un notable despliegue de obra pública, centenares de cuadrillas limpiando y reparando rutas que, es evidente, estuvieron por décadas abandonadas a su mala suerte, edificios escolares renovados en varios puntos del interior, nuevos planes de asistencia como la "Renta Dignidad" o el bono "Juana Azurduy". En otros planos, sin embargo, la transformación es menos evidente, pero es imposible aseverar si es porque aún no ha empezado, o bien si porque llevará más tiempo o si simplemente no está dentro de los planes hacerlo.

Claro que la nuestra, aunque respetuosa, no deja de ser una mirada desde afuera y, por tanto, todo lo que se diga en esta crónica debe ser leído con el recaudo del caso. Un amigo nos dijo que muchas cosas pasan porque Evo es muy respetuoso de la gente, de sus modos de organizarse y actuar. Tal vez sea eso por lo que muchos hábitos bien arraigados en la sociedad no hayan mutado con su "revolución pacífica y democrática". Acaso sean pequeñeces en el marco de otras prioridades mayores, pero en algunas situaciones se percibe a diario una falta de respeto absoluto por el otro. El tránsito, el tirar todo en cualquier lado en la tierra que se supone adoradora de la Pachamama, o la falta de higiene en los comedores populares -que es donde come el mismo pueblo y no los gringos que para eso tienen su Mc Donalds-, son apenas dos ejemplos de este tipo de situaciones, que dan cuenta hasta qué punto se pueden resquebrajar tradiciones y valores que se suponían propios de los pueblos perhispánicos como la solidaridad y el cuidado de la naturaleza.

Claro que habrá quien rebata esto con el argumento del folklore o la cultura popular, pero en todo caso sería bueno recordar que no siempre lo popular en la cultura lo es en lo ideológico, donde a veces puede llegar a ser lisa y llanamente reaccionario, sobre todo cuando ésta se fue constituyendo en medio de una historia de injusticias que empuja a diario a las personas una lógica de la supervivencia.

De todos modos, insistimos, el proceso marcha. De hecho y más allá del impacto que nos produjo participar del acto de cierre de campaña del MAS en Oruro, los resultados electorales dan cuenta de ello. Pero más que eso, apenas salir al interior del territorio, las casas y hasta las piedras están mayoritariamente impregnadas con los colores y las consignas del partido de Evo Morales.

Por momentos da la impresión de que la realidad está en otra parte, o al menos que discurre en planos separados, que coexisten y conviven pero sin tocarse, pero que en las pocas fisuras conde alcanzan a rozarse, se produce un conflicto cuya resolución parece a veces imposible.

Paradójicamente, salvo en el acto de Oruro, nos fue difícil poder encontrar con quién hablar y que se sintiera parte del proceso. Nunca sentimos que fuera, como nos advirtieron los más críticos, una forma de desprecio, una reacción vengativa o un racismo al revés, como insisten en vislumbrar en la base del discurso enarbolado por Evo reivindicando el fin de los 500 años de explotación hacia el indígena. Las veces que no nos respondieron o que directamentte nos ignoraron, más bien sentimos que nos separaba un abismo, que en algunos casos, sobre todo en el interior, era lisa y llanamente la imposibilidad de comunicarse cuando se hablan dos idiomas diferentes. En otros nos separaba, tal vez, una desconfianza que, a pesar de nuestras genuinas intenciones, la historia no deja de ofrecer elementos para que sea justificada.

Con su milenaria historia, que aún aflora y pervive, de Bolivia desconocemos casi todo, al menos casi todo lo esencial, aquello que nunca aparece en los manuales de historia y que es, sin embargo, donde se cocina, lentamente, ese complicado guiso que llamamos realidad.

Leer más...

Tiwanaku y Copacabana

Nuestro paso por La Paz fue siquiera fugaz. Cansados de la locura del tránsito y de gastar en alojamientos y comida, lo único que queríamos era salir de los centros urbanos. Queríamos conocer el Titi Kaka y queríamos conocer Tiwanaku, el centro ceremonial de la cultura tiwanakota que, más allá de alguna que otra lectura aislada, sólo referenciábamos porque allí fue posesionado como líder popular -además de cómo presidente- Evo Morales.

La Paz está metida en un valle y la vista al llegar es impresionante.

La calle Jaén tiene una sola cuadra, pero que mantiene su arquitectura colonial intacta.

En uno de los museos de la calle Jaén, se exponían unos pesebres del siglo XVIII increíblemente conservados, a pesar de que no están dentro de vitrinas de seguridad.

Hacia allí fuimos y fue, sin dudas, una de las experiencias más impactantes del viaje. La cultura tiwanakota es muy anterior a la incaica y llegó sorprendentes niveles de organización como Estado y de manejo de todo tipo de técnicas. De hecho, aparte de las excelentes obras de orfebrería en plata y oro, construyeron muchas edificaciones que aún pueden verse en varios sitios de Bolivia y Perú, la más majestuosa de las cuales es, seguramentte, el centro ceremonial Tiwanaku, en el que, aparte de los espectaculares muros de piedras talladas para que encajen a la perfección unas con otras, todavía se maniene en pie la famosa Puerta del Sol y la de la Luna, que siguen siendo lugares llenos de una profunda significación para la gente del lugar.
En Tiwanaku pasamos dos noches, tomando sopita para mitigar un poco la tremenda helada que cayó sobre nuestra carpita.

Luiggi, un amigo argentino que conocimos allí y que se dedica al cine, nos explicó -pues viene investigando sobre el tema para un proyecto en el que está embarcado- que la gente de allí ha estado prácticamente aislada durante años y que, por eso mismo, se han preservado muchas de las creencias y tradiciones que vienen desde las remotísimas épocas de los tiwanakotas. Como se supone que, además de un lugar ceremonial, Tiwanaku era un enorme complejo de observación astronómica y, de hecho, un calendario, la gente sigue haciendo ahí sus rituales en cada época de siembra y de cosecha.



Claro que, para entrar, tuvimos que previamente exponer nuestra situación de latinoamericanos a la administración, porque, como casi todos los sitios de atracción turística en Bolivia, la llegada masiva de europeos y norteamericanos ha cebado a la gente y los precios están cocinados con olor a Euro. Así que, con Luiggi, un auténtico investigador, con Marcelo munido de una libreta y su lapicera, y yo, con mi cámara y oportunamente vestido con un chaleco que me regalaron Sonia y Pablo y que soporta cualquier pesquisa, nos presentamos como un equipo de investigación periodístico-científico, e insistimos en que contemplaran nuestra situación, cosa que finalmente hicieron cobrándonos la mitad de la entrada.

En un pozo cuadrado de Tiwanaku, las paredes tienen un centenar de rostros que, según los dicen allí, representan a todos los pueblos conocidos por los tiwanakotas.Al parecer, insisten los lugareños, conocían también a...

extraterrestres! Pues algunos de los rostros, como se ve, se parecen demasiado a los que se ven en las películas de alienígenas.


Puerta del Sol.
Puerta de la Luna.

El lago sagrado

Después de dos noches de acampar a metros de la Puerta del Sol, abrigados hasta lo indescriptible para soportar unas heladas que acobardan al más pintado, empezamos nuestra salida de Bolivia. Habían pasado casi dos meses con todo tipo de experiencias y sentíamos que estábamos un poco estancados; necesitábamos sentir que seguíamos ruta, que ya estábamos a pasos de Perú.

Claro que, estar a casi nada del lago sagrado, del Titi Kaka, y no pasar por allí, aunque eso nos supusiera unas horas más de manejo, hubiera sido un desatino imperdonable. Así que optamos por cruzar a Perú por Copacabana. Y no nos equivocamos. Cuando uno divisa el lago por primera vez, es imponente. Pero a medida que uno lo va bordeando, cuando lo cruza por el estrecho que separa San Pedro de Tiquina de San Pablo de Tiquina, y cuando lo navega rumbo a la mítica Isla del Sol, no puede dejar de decirse: "¿cómo cuernos no iba a ser sagrado este lago?" No podría ser otra cosa: después de venir de horas de aridez de altiplano, a 3.800 metros de altura, se abre ese enorme mar azul rodeado de un verde que nada tiene que envidiar a nuestros lagos patagónicos y que, de noche, refleja un cielo que está tan cerca que uno hasta siente que podría rozarlo con apenas estirar un brazo y ponerse en puntas de pie.

El viaje a la Isla del Sol tiene, acaso, más un carácter simbólico que otra cosa. En realidad es poco lo que hay para ver allí, especialmente si unas horas antes uno estuvo en Tiwanaku. Es un lugar bello, sí, aunque un poco enturbiado por una inexplicable estrategia turística tan ineficaz como antipática. Como en otras partes, el turismo se ha convertido de golpe en una fuente de ingreso importante de divisas y, una de las formas de distribuirlas, es asignarle la administración de las entradas a las comunidades del lugar que, desafortunadamente, a veces están más preocupadas por el cobro que por el lugar en sí. Y en la isla, cada una te cobra en su sector, con lo cual, aunque es un paso obligado, a medida que uno avanza en una caminata extenuante de tres horas, te van cobrando por separado, sin decirte que más adelante te cobrarán de nuevo. Y cuando uno llegó a la posta en cuestión, claro, no tiene opción de decir "por acá no paso", porque ya caminó hora y media. Pequeñeces para los europeos, pero para nosotros, peso tras peso que se va y que uno hubiera evaluado si de antemano le hubieran avisado cuánto gastaba en total.

De las islas flotantes, mejor ni hablar. Una chantada mayúscula. Cuando uno espera encontrarse con las islas de totoras tradicionales se topa con unas plataformas de telgopor mal disimulado con un poco de totora encima, unas chozas hechas a la que te criaste y, eso sí, un tipo que exige un boliviano por pisar esa plataforma. No sorprende ver a la mitad de los gringos abalanzarse para sacarse fotos en eso que luego sin duda contarán como las legendarias islas flotantes.


De todos modos, nada de esto último enturbia el impacto de esas aguas mágicas, de ese enrome mar que al atardecer se funde en el horizonte con el cielo estrellado. La partida de Bolivia tenía un aire onírico, algo de místico. El Titi Kaka nos acompañaría durante todo el camino hacia Perú, despidiéndonos de a poco de un pueblo generoso, de una relidad compleja, de una experiencia intensa y llena de aprendizajes.

































Leer más...

sábado, 1 de mayo de 2010

Últimos pasos en Bolivia

Después de haber conocido la hermosa ciudad de Sucre, de haber estado a metros de Evo Morales en Oruro, pusimos rumbo hacia lo que creíamos que iba a ser una de las escalas más emotivas del viaje: apuntamos a subir para luego volver hacia el este, con destino a Santa Cruz de la Sierra, apenas una escala en nuestro camino a La Higuera, allí donde mataron a el Ché. Ése era el plan. Pero ya se sabe que a nuestro derrotero no le faltan sorpresas; de las gratas y de las otras…
Así fue como primero recalamos en Cochabamba, ciudad industrial por excelencia. Cosmopolita e hiperactiva, con resabios de su pasado colonial mezclados con modernos edificios y parquizaciones, surgidos de la pluma de lo que, sostienen, es la mejor escuela de arquitectura del país.

En Cocha, como la llaman por aquí, teníamos un contacto que traíamos desde Tarija. Pero antes de que ni siquiera hiciéramos el llamado, cuando estábamos andando en busca de la plaza central de la ciudad, una camioneta nos siguió casi dos cuadras meta tocar bocina. Claro que, como en Bolivia los autos se la pasan tocando bocina, ni nos inmutamos hasta que nos dio alcance en la misma plaza. Era Pachi, uno de los que, a la postre sabríamos, nos esperaban ansiosos desde que se habían enterado que dos tarados venían viajando desde Argentina en unas Jawas modernas.
Como ya hemos comentado, en Bolivia hay una especie de devoción por esta marca legendaria de motos, y Pachi es uno de los integrantes de las Águilas Legendarias, el grupo de fanáticos de Jawa, que tiene integrantes en casi todo el país y afuera también. En pocos minutos estaban junto a nosotros un montón de jaweros, entre ellos el fundador del grupo, el amigo César, un verdadero personaje, carismático, generoso y hablador como pocos.
Eso era un lunes y nuestra idea era partir al día siguiente hacia Santa Cruz, pero cuando se trata de jaweros, las invitaciones no se pueden rechazar así porque sí, máxime cuando de lo que se trata es de participar como inviados de honor de un “miércoles de humo”, la clásica recorrida por la ciudad que reúne a decenas de Jawas de todas las edades, andando en formación casi de desfile, echando una humareda como para combatir el implacable dengue y haciendo vibrar las paredes con el rugir de sus motores de dos tiempos y sus escapes libres. Es el clímax de los jaweros y su vicio de cada miércoles.


Así fue que, con nuestra impericia conocida, nos pusieron en los lugares selectos de la comitiva y nos pasearon por la ciudad junto con otras treinta y pico de Jawas, para terminar en la plaza de las banderas junto a otro de los clubes de motoqueros, el Moto Mil, todos preguntándonos cosas sobre nuestras motos que, para su enorme decepción, contestábamos con un sincero y humilde “la verdad que no sé”.
A veces uno cree que las cosas suceden por fortuna o por desgracia y así festeja o maldice según la ocasión. Cuando a unos kilómetros de Tarija, embalados en uno de los interminables caminos de tierra y ripio, terminé en el suelo tras una fenomenal caída que me rompió el parabrisas, no imaginé que eso que me hizo putear por lo bajo durante varias jornadas, era en realidad la excusa que me permitiría luego conocer a Edgar y su hijo Diego, dos excelentes tipos, dueños de un taller en el que, con fibra, chapa o plástico, pueden hacer el milagro de convertir cualquier cascajo en una moto de las que aparecen en las competiciones por la tele; unos verdaderos magos que, apenas nos conocieron, se comprometieron a hacerme un parabrisas nuevo. Así que, junto a los repuestos que debían llegar de Buenos Aires, ya teníamos dos motivos más para volver a Cochabamba.

Al día siguiente salimos hacia Santa Cruz. En el camino nos detuvimos en un pueblito que se está promocionando como destino ecoturístico: Villa Tunari. A orillas de la unión de dos ríos, en medio de una frondosa vegetación y un clima cálido, decidimos quedarnos hasta que pasaran las elecciones, puesto que, por otra partem el día de los comicios estaba vedado todo tipo de circulación vehicular tanto en ruta como en ciudad.
Bolivia, como se sabe, está viviendo un proceso político que, en general, divide aguas. Habíamos partido con tantas advertencias sobre lo que encontraríamos en el camino, que nos sorprendión llegar a Santa Cruz sin poder encontrar ningún indicio de una sola de ellas. Nos habían dicho que en el Chapare, esa zona subtropical que atravesaríamos, nos cansaríamos de ver camionetas Hummer y de oler el muy particular aroma de la coca cuando la porcesan para hacer droga; que ése era el territorio narco por excelencia, en el que se producía la cocaína bajo la vista gorda cómplice del gobierno de Evo Morales; que revisáramos las motos meticulosamente antes de salir porque por la noche podían “plantarnos” algo que después nos “descubrieran” en los controles policiales que, según nos advirtieron, eran una pantalla para encubrir el verdadero narcotráfico… en fin.
Pues llegamos a Santa Cruz sin haber olido nada especial, sin haber visto ni una sola Hummer y, sobre todo -luego caímos en cuenta de esto- sin revisar ni una vez las motos a ver si nos habían dejado un “regalito”, lo cual no tuvo ninguna consecuencia porque, a decir verdad, en los dos controles los polis no sólo nos dejaron pasar sin mayores miramientos, sino que nos atendieron gentilmente.

Dolor de bolsillo, de alma y de estómago

Santa Cruz forma parte de lo que se conoce como la medialuna rica de Bolivia, una región que, junto a Tarija y Pando, están en la zona baja de la geografía boliviana y tiene enormes recursos energéticos y tierras fértiles. Es, también, uno de los bastiones de la oposición política a Evo Morales y epicentro de la iniciativa pseudo sececionista que, hace unos años, tuvo en vilo al gobierno, al punto que sólo se desactivó cuando los demás gobiernos sudamericanos se mostraron solidarios y, sobre todo, no dieron indicios de apoyar a los movilizados.
Santa Cruz es rica y eso se nota en su intensa actividad industrial y agropecuaria. También es un curioso ejemplo de panificacón urbanística. En la década del 60, el gobierno de la ciudad decidió contratar a la empresa Techint para que rediseñe la ciudad, un proyecto de magnitudes colosales, pero que hasta hoy sigue estructurando su geometría en anillos concéntricos.
A unos cien kilómetros de allí, en el mismo camino a Valle Grande y La Higuera nos esperaba Manfredo, un alemán que hace 25 años llegó a Bolivia buscando algún tipo de iluminación espiritual y que desde entonces no deja de renegar hacia esta realidad y de tener hijos con los que también reniega. Un personaje curioso, mezcla rara de hippie y de estructurado sajón, que se siente incomprendido por casi todos, aunque también un tipo dispuesto a compartir su casa en medio del monte, y lo poco o mucho que haya en ella. Allí pasamos dos noches y empezó a gestarse una sucesión de acontecimientos que nos fueron alejando cada vez más de La Higuera.

Amanecer doblado de dolor de estómago no es buen indicio para arrancar una jornada. Así estaba yo el día que debíamos iniciar nuestra peregrinación a La Higuera. Llegar en nuestras motos no podíamos pues el camino era intransitable, por lo que la opción era ir en bus desde Samaipata, un pueblo cercano a Valle Grande. Para nuestra sorpresa, la cosa con el Ché, por estos lados, ha dado un vuelco que haría revolverse al comandante en su tumba. Hemos llegado a ver cigarrillos marca Ché, sin contar las remeras y calcos, que ya son una obviedad. Pues, sin buses de línea, para llevarnos a La Higuera nos querían cobrar entre 25 y 100 dólares por cabeza, algo que no pagaríamos nunca, por principios y por elemental economía. Decidimos volver, pues, derrotados pero indignados.
Yo seguía doblado. Reflexioné: mejor hacer una parada en el hospital por mis propios medios y hacerlo con los pies para adelante. En Samaipata me inyectaron no sé cuántos mililitros de algo que se suponía un calmante, pero que entrando parecía aceite de motor. Un médico jovencito me ausultó, me recetó un par de cosas y me dijo que era una infección intestinal. Pero pueblo chico… El farmacéutico del lugar, Dr. Guido, me miró fijo y me aseguró: “Yo soy el jefe de ese muchacho. El tiene un año de experiencia y yo 37. Eso no te hace falta. Vos lo que tenés es estreñimiento. Tomá esto”. Un laxante.
Desconcertado, volví a la casa de Manfredo, quien, por si faltaba algo, me sugirió que hiciera orinoterapia, es decir, que me tomara mi propia orina, que eso me resolvería todo. Hay límites que prefiero no franquear, así que opté por mandarme al sobre hasta el día siguiente en que convinimos que mejor volvíamos a Santa Cruz e íbamos a un hospital ahí.

Llegar con 39 de fiebre a la guardia me dio vía libre para que me atendieran sin mayores problemas. Por suerte el hospital universitario de Santa Cruz está bien organizado y, aunque te cobran todo -y no justamente barato-, después de mandarme a hacer varios análisis, me metieron varias inyecciones más para bajar la fiebre y calmar el dolor. Toda una mañana allí. A la tarde los resultados confirmaron el diagnóstico del joven médico de Samaipata: tenía una infección intestinal galopante. De modo que a tomar un arsenal de pastillas y comer blanco y blando por una semana, cosa que, preventivamente, hice por casi tres.
Dolidos por el fracaso de La Higuera y dolido por la infección, nos quedamos un par de días más en Santa Cruz, para una nueva revisión médica en el hospital que supervisó mi mejoría, aunque se sorprendió de que no me hubieran internado.

Dos aguiluchos

Volver a Cocha era como volver a un refugio conocido. Allí estaban nuestros amigos jaweros y los de Moto Mil; allí también estaban Edgar y Diego con el flamante parabrisas que reprodujeron a la perfección. Y allí nos esperaba una de las sorpresas del viaje: en una de las reuniones formales de las Águilas Legendarias, su presidente actual, Neil, cedió la palabra a su líder natural, el amigo César, que en nombre del grupo nos nombró integrantes honoríficos del club, dos nuevas águilas y embajadores con la potestad de crear nuevos nidos por donde andemos.

Claro que todo reconocimiento es siempre bien recibido, pero se trata de algo inmerecido, uno insiste en tratar de explicar que uno en realidad llegó, ya no a la marca, sino a la moto misma más producto de la inconsciencia que de una decisión sesudamente evaluada. Pero no hubo caso. Los amigos insistieron en proclamarnos como Águilas Legendarias, aunque nosotros, íntimamente, en todo caso nos sintamos apenas unos aguiluchos langosteros por las rutas de Latinoamérica.
Y mientras sembrábamos en Pachi la semilla de la decisión de vender todo y largarse a nuestro encuentro en algún rincón del continente, empezamos a armar, una vez más, nuestros bártulos poniendo la rueda camino a La Paz. Con caravana de amigos de Moto Mil, salimos de Cocha prometiendo asados y buen vino para cuando vayan por La Pampa. Leer más...

domingo, 4 de abril de 2010

Sucre, la primera ciudad de Bolivia

Después de una larga e injustificada ausencia, acá estamos de nuevo para llevarles hasta sus cómodos hogares un capítulo más de esta aventura que ya lleva más de dos meses de vigencia y un recorrido de aproximadamente 8 mil kilómetros. Repasando un poco nuestro itinerario de Bolivia, hemos visitado en poco más de 30 días varias de las ciudades más importantes del país, entre ellas Villa Monte, Tupiza, Tarija, Uyuni, Potosí, Sucre, Oruro, Cochabamba, Santa Cruz de la Sierra, La Paz, Copacabana y, también, algunos pueblitos menos significativos por su cantidad de habitantes pero bastante vistosos en cuanto a los paisajes en los que están enclavados, como Villa Tunari, Samaipata, Beretí y muchos otros.
Obviamente en los caminos que unen a una ciudad con otra y de los que ya hemos hablado bastante, nos hemos encontrado con paisajes estupendos, interminables cadenas de cerros que si bien desde la distancia parecen todas iguales, a medida que nuestro ávido ojo se aproxima y comienza a vislumbrar los detalles se encuentra con una variedad increíble de colores que realmente uno no se explica cómo cuernos pueden existir tantas diferencias de composisión estando unos pegados a otros. Así, un cerro de intenso color amarillo se intercala entre otro verdoso y un tercero color ladrillo, y al pie de ellos, casi siempre, un cauce que en el mejor de los casos arrastra con distinta intensidad un chorro de agua cristalina.
Pero no todo es montañoso en la impactante Bolivia (impactante desde el punto de vista paisajístico), porque dejando atrás los cerros se abren planicies también multicolores, verdes de interminables pastizales, amarillo pálido de resecos minidesiertos, blancos intensos de infinitos salares y vívidos celestes de inesperadas lagunas, donde nuestros mismos ambiciosos ojos viajeros no alcanzan a discernir a qué distancia la tierra se une irremediablemente al cielo.



Todos esos deslumbrantes paisajes y muchos otros disfrutamos en nuestro largo recorrido por Bolivia. Ya contamos de nuestra grata estadía en Oruro, donde participamos, como simples espectadores, de un emotivo acto del MAS (en esa ciudad y en el homónimo Departamento finalmente el partido de Evo hizo una excelente elección arrebatándole el gobierno a la oposición) y también de nuestra inolvidable experiencia en Potosí y la angustiante caminata por el interior de las venas abiertas del esquilmado Cerro Rico (aunque ya no tanto).
Los caminos luego nos arrastraron a la histórica y colonial ciudad de Sucre, uno de los lugares habitados que más nos ha gustado en esta maratónica recorrida por el suelo boliviano. En Sucre, antigüa sede de la Real Audiencia de Charcas y del poderoso Arzobispado, recorrimos varios museos (siempre y cuando el precio de la visita no excediera los 10 bolivianos) e iglesias, que las hay y muchas, teniendo en cuenta que desde la primera mitad del 1600 el poder regional de la Iglesia se concentró en Chuquisaca, actual nombre del Departamento cuya capital es, justamente, Sucre.
Sucre nació, creció y tomó vital importancia debido a su cercanía con los principales centros mineros de la región, pero fundamentalmente porque los conquistadores instalaron allí los fundamentales organismos gubernativos y sus imponentes residencias particulares, motivo por el cual es también significativa la riqueza cultural de esta ciudad.


Además de las innumerables iglesias de todos los tamaños y formas que uno se pueda imaginar, Sucre cuenta con enormes monumentos, edificios públicos y, aunque parezca mentira, un par de Arcos del Triunfo en escala reducida, un obelisco, no tan bajo, y hasta una diminuta Torre Eiffel que no vacilamos en trepar, pensando que quizá nunca podamos hacerlo en la metálica torre parisina.





Como nuestro arribo a Sucre fue unos días previos al acto electoral, nos encontramos, como ya nos había pasado en todas las ciudades y pueblos que recorrimos anteriormente, con un nutrido movimiento proselitista de las distintas fuerzas políticas. Si bien a esta altura estábamos un tanto hartos de tanta propaganda y poca importancia le prestábamos a los discursos, pasacalles y carteles, uno de estos últimos no dejó de llamarnos poderosamente la atención cuando lo divisamos flameando en la altura de una columna de alumbrado. Debido a que en un primer momento y a simple vista no creímos lo que veíamos, con los ojos achinados fuimos arrimándonos hasta comprobar que verdaderamente "La Falange" -así se denomina la fuerza política en cuestión-, desde la negrura de sus afiches convocaba a los bolivianos a votar no sólo por la "Moral", sino también por "Dios", la "Patria" y el "Hogar". !!!Mammma mmía¡¡¡



Como en cada rincón de Bolivia, también en la bonita Sucre nos topamos con una "abuela" de nuestras máquinas; en este caso una Jawa del tiempo de ñaupa, tuneada al mejor estilo guerrero con una blanca estrella pintada en los laterales del verde tanque de nafta. Ya que estábamos, le sacamos una foto, cosa que no repetiremos porque sino tendríamos que dedicar todo el blog a colgar fotos "jaweras".
Además de los impresionantes edificios, iglesias y monumentos, Sucre gratamente nos sorprendió por la belleza de sus espacios públicos, deliciosamente ornamentados y cuidados por un ejército de mujeres que culo para arriba están todo el tiempo perfeccionando los innumerables canteros y manteniendo a raya el verde césped. Sucre no parece una ciudad boliviana si tomamos en cuenta lo que veníamos viendo en nuestro largo viaje por el país, ya sea por el orden de sus parques y plazas o porque aún perdura en sus angostas calles y vistosas residencias un cuidado estilo colonial que otras ciudades (como Potosí, por ejemplo) no se tiene en cuenta en lo más mínimo, a pesar de ser éste uno de los motivos por el que turistas de todo el mundo arriban cada día del año.






Uno de los sitios dignos de ser visitados en Sucre es la Casa de la Libertad, instalada en un viejísimo edificio universitario de los jesuitas y por cuyas aulas pasaron las figuras más relevantes de la política y la cultura Boliviana. Pero lo más significativo es que en su salón principal (al cual le sacamos una foto a pesar de no haber pagado los 15 bolivianos que nos pedían por apretar el gatillo, no por vivos, sino porque nos pareció un abuso que nos cobraran la entrada y aparte pretendieran hacer lo mismo por llevar una cámara), se declaró la independencia en 1825.
El imponente edificio, que data del 1700, está estructurado en torno a una plaza central en cuyo centro una fuente testigo de mejores y revolucionarios tiempos continúa humedeciendo su base con una serie de chorritos de agua que caen de una superficie superior. A los cuatro costados una galería adornada con arcadas contínuas hace de antesala de los distintos espacios en los que se ha distribuido el museo. Así, una las paredes de una de las enormes salas esta revestida con cuadros de los numerosos presidentes (electos y de facto) que ha tenido Bolivia a lo largo de su historia, incluido el mismísimo Evo Morales (que, esta es una opinión personal, no está muy bien pintado que digamos).
En otra sala y protegidos solamente por un cordón bastante carcomido por el tiempo, se exhiben distintos trajes y vestidos que se usaban en tiempos de la colonia, incluidas las peinetas y otros accesorios personales de damas y caballeros de la época.
Junto a este espacio, otro guarda en un cofre de vidrio y como un tesoro invaluable la bandera de Belgrano, que no es como la actual insignia argentina, sino que tiene los colores invertidos. Esa misma sala atesora espadas, cuchillos y pecheras metalicas que usaban los ejércitos de antaño.
El salón central es sencillamente impactante. Se trata de un gran rectángulo donde a cada lado hay, a distinta altura, filas de sillas de madera tallada que terminan en un altar con una gran mesa y unos sillones que impresionan. El salón es igualito a las fotos que el entrañable Billiken traía en su edición dedicada a las fiestas patrias. Sobre la maciza puerta de ingreso, un palco color oro (y suponemos que debe ser oro nomás) engalana el majestuoso salón que es ilumunado por un par de relucientes arañas de cristal. Amigo, si va a Sucre, visite este lugar (además es la ciudad con más lindas pibas de Bolivia).















Leer más...