Ushuaia
Finalmente ese día y tras remendar la moto, a eso de las 8
de la tarde volvimos a salir para la frontera chilena (para porfiados,
nosotros), pero después de andar una cincuentena de kilómetros, decidimos que
lo mejor era desensillar hasta que aclare: acampar y reponer fuerzas, así que
armamos la casita en el parque Laguna Azul (una belleza de lugar) para retomar
la marcha el domingo. Cuando pasamos por el lugar del accidente, paramos para
ver el pozo y a buscar el reloj que se me había saltado en el guascazo, por
suerte lo encontramos. Y así amigos fue que nos adentramos en el vecino país,
frío y ventoso, hasta el Estrecho de Magallanes (que debería llamarse estrecho
de las toninas –una especie de delfín blanco y negro-, por la cantidad de esos
bichos que andan por esas aguas), donde por unos módicos 110 pesitos un barcote
nos cruzó hasta la isla, donde retomamos la difícil marcha hasta San Sebastián,
primero, Río Grande, después, y Ushuaia, por fin.
En el fin del mundo recorrimos los lugares que nadie puede dejar
de conocer, la cárcel, Bahía Lapataia (último punto hasta el que se puede
llegar sobre ruedas), Playa Larga, sitios todos donde una fina pero persistente
lluvia nos hizo de ingrata compañía. Disfrutamos una cervecitas en un bar
irlandés, comimos cordero patagónico y algunos pescaditos, nos cagamos de risa
de las cosas buenas y de las malas, y así seguimos. Hoy (miércoles) escribo
esto en San Sebastián (límite en la isla entre Argentina y Chile), donde
pernoctaremos y recobraremos fuerza tras una jornada con un viento como jamás
en mi perra life había visto. Mañana queda el difícil tramo de ripio (si
alguien sabe hacer masajes, prometo pagar cada sesión con sahumerios de El
Bolsón y mermelada de rosa mosqueta de Cholila), y quizá, solo quizá, porque en
estos viajes no se puede programar demasiado, también comencemos a remontar la
encantadora ruta 40. Abrazo a todos y todas.
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