Dos amigos decidimos animarnos a la locura. Con casi nada, salvo una enorme ilusión y muchas ganas, resolvimos que era ahora o nunca el momento de concretar nuestro sueño: recorrer el continente americano en moto. Ahí vamos.

jueves, 29 de julio de 2010

México lindo y querido

Como la mayoría ya sabrá, desde hace una semana estamos en México. Cuando vimos el cartel de bienvenida, en medio de la vorágine de los trámites de frontera, no dimensionamos en verdad lo que acabábamos de hacer: habíamos transitado los primeros pasos en la tierra a la que nos habíamos propuesto llegar y que, hasta hacía apenas una semana, no sabíamos si lo lograríamos. Cuando paramos la primera noche, a pocos metros de la frontera, sentados al costado de las motos, alguno de los dos dijo: “loco, ¿te diste cuenta de que llegamos a México?” Habían pasado cinco meses y dos días desde que en nuestros retrovisores veíamos a nuestros amigos despidiéndonos en la rotonda del avión en Santa Rosa. Y habían pasado muchas historias, mucho camino.
Pero llegar a México es apenas el comienzo de otra aventura. Desde el primer día en que debimos deliberar qué hacíamos con las motos (historia que será narrada muuuucho más adelante o tal vez nunca), rodar por esta tierra para llegar al Distrito Federal nos condujo por paisajes increíbles, pero sobre todo, nos fue presentando personas que, cualquiera sea su origen o condición social, incluso cuando hacía apenas semanas Argentina había eliminado a México del mundial, se desvivían por atendernos, por orientarnos en la ruta mejor y hasta por darnos sus teléfonos y direcciones para cuando pasemos por sus ciudades no dudar en llamarlos que tendremos casa y comida. Así nomás, sin más presentaciones que las del rato que se puede compartir en una estación de servicio o en una comeduría, como le llaman acá.

Frunciendo y tensionados por motivos que, insistimos, no serán revelados por el momento, logramos llegar sin contratiempos a la casa de nuestro amigo-hermano el Charly, zigzagueando en medio del tráfico de la ciudad más grande del mundo. Aquí tomamos nuestro primer mate en casi cuatro meses y supimos cuánto lo habían extrañado nuestros paladares en todo ese tiempo. Aquí también nos dimos nuestro primer baño con agua caliente desde que, hace casi dos meses, dejamos la casa de María Fernanda, nuestra amiga en Bogotá. Aquí, por primera vez en mucho tiempo, dormimos a pierna suelta hasta bien avanzada la mañana, sabiendo que desayunaríamos descansados como dios manda.

Recién al segundo día empezamos a pensar en movernos nuevamente. Debíamos llevar las motos a Querétaro, donde está el taller de la marca y donde nos repararían los detalles con las que venían lidiando las máquinas y nosotros para luego pasarle la factura a nuestros amigos de Jawa Argentina, que ya habían coordinado la operación.
Caminamos varias horas por Querétaro, una hermosa ciudad colonial, impecablemente limpia y bien cuidada, con un aire que inevitablemente invita a la poesía, con sus veredas angostas, sus plazas rodeadas de viejos edificios con arcadas, sus fuentes, sus balcones llenos de plantas y flores. La Ciudad de los Arcos -como la llaman por un impresionante acueducto construido en el siglo XVIII por orden de un marqués que, cuenta la leyenda, enamorado de una monja, hizo llegar agua bebible desde los cerros cercanos hasta el pueblo y en particular hasta convento de su amada-, nos impactó por su belleza y su gente.
Dos de las muchas fuentes construidas por el marqués.
Callecitas adoquinadas de Querétaro.
Allí nos regalaron el almuerzo, luego de que el dueño nos escuchó contar toda nuestra aventura para llegar hasta acá. Y es que, aunque nosotros no nos parezca mayor hazaña -porque de hecho acá estamos, vivos y saludables después de todo-, todos se sorprenden de que nos hubiéramos largado a hacer este viaje. “Es mi aporte a su aventura”, nos dijo y se ofreció a ayudarnos en cuanto pudiera. Más tarde conocimos a Jaime Aguilar. Jaime es el importador de estas motos en México, pero más que eso, es una excelente persona. Sencillamente no podía creer lo que habíamos hecho. Y a medida que le contábamos los detalles de nuestro viaje, más abría los ojos y decía: “Pues ustedes están verdaderamente locos” y remataba ante sus empleados: “Miren, hay dos tipos de argentinos, los futbolistas y los que están locos; éstos son de los locos”. Mexicano de ley, enseguida empezó a hacer llamadas para ver de qué manera nos podía ayudar con las motos, nos tuvo un par de horas charlando y aconsejándonos que le sacáramos el mayor jugo posible a la experiencia, que escribiéramos un libro, que dejáramos que nos “caigan los 20” (que nos caiga la ficha) para disfrutar plenamente lo que habíamos hecho. Luego nos llevó en su auto hasta la terminal de ómnibus y nos dio sus teléfonos personales por cualquier cosa.
El "Detritus Federal"

Así llaman algunos de los habitantes de esta inmensidad a una ciudad que, aunque gigantesca, no deja de ser muy linda. Es imposible recorrerla toda ni siquiera en varios años, pero algunos de sus rincones más famosos son fascinantes por donde se los mire. Al tercer día de estar en lo de Charly en la colonia Narvarte, al sur del DF, nos aventuramos a recorrer la ciudad usando el metro (el subte) en todas direcciones y haciendo combinaciones entre varias líneas de lo que, según se jactan, es la red más extensa del mundo.


Marcelo, nostálgico, frente a la fachada del diario Reforma.

Lo cierto es que, en cuestión de minutos, uno puede ir de una punta a la otra de la ciudad en vagones cómodos y limpios. El único detalle que uno debe cuidar es no coincidir ahí adentro en las horas pico. La gente, que arriba es amable y desprendida a más no poder, unos metros más abajo y en esas horas precisas, de golpe se transforma en una especie monstruosa que se amalgama con otros seres igualmente poseídos, para conjurar una marea incontenible que se apelotona en las puertas al grito de “aváncele, aváncele” y empujones para llenar cada vagón. A tal punto es así, que desde hace muchos años las autoridades mexicanas decidieron separar en esos horarios una sección de cada formación, para que viajen estrictamente mujeres y niños de hasta 12 años. Estos últimos por los apretujones; las primeras por la tocadera.

Protesta del sindicato de Luz y Fuerza en el Zócalo.
En metro fuimos hasta el legendario Zócalo, la plaza mayor de la ciudad, donde está la catedral, el palacio presidencial y el de la gobernación del DF, una espectacular explanada en cuyo centro se alza un mástil con la bandera más grande que hayamos visto jamás. Ahí uno comprende el verdadero significado del grito que, cada día de la independencia, los mexicanos gritan a coro en todas las plazas del país: el “¡Viva México cabrones!” Es un grito de guerra, pero también de orgullo. Y es que es éste un país con una historia tan rica, como sufrida, tan triste como tan alegre y tan llena de heroísmo y dignidad y generosidad. Bien lo saben la mayoría de los exiliados latinoamericanos, pero también de otras partes del mundo: México ha mantenido una histórica tradición de brindar asilo político, aún cuando por ello debió enfrentar enormes presiones de todo tipo.

Uno de quienes conoció esto en carne propia fue ni más ni menos que Lev Davidovich Bronstein, más conocido como León Trotsky quien, perseguido hasta la obsesión por Stalin, llegó a México en 1937 por gestiones del gran muralista Diego Rivera, cuando ningún otro país del mundo estaba dispuesto a recibirlo. Aquí vivió en una casa sencilla en lo que hoy es un barrio del DF, la colonia Coyoacán, y que entonces era un poblado de fincas. Hoy su casa es un museo al que no podíamos dejar de ir. Trotsky vivió aquí apenas dos años y cuatro meses, con una austeridad y una sencillez que lo definen, seguramente, mejor que todo lo que haya escrito. Aquí también fue víctima en 1940 de dos atentados ordenados o sugeridos por el propio Stalin. El primero, curiosamente llevado a cabo por un grupo de artistas del Partido Comunista mexicano, encabezados por otro gran pintor, David Alfaro Siqueiros. Se salvó de milagros de las más de 300 balas con que ametrallaron su habitación. Dos meses más tarde, un agente soviético de origen español, Ramón Mercader, logró infiltrarse entre el grupo que rodeaba a Trotsky y atacarlo con una piqueta. Un día después, el legendario fundador del Ejército Rojo moría en el hospital. Muchos años después, Mercader pudo salir hacia Cuba y de allí a la URSS, donde fue condecorado como “Héroe de la Revolución” y enterrado como tal en Moscú donde su tumba quedó abandonada al olvido.

Vistas de la casa de León Trotsky en Coyoacán. Abajo: Sentado ante ese escritorio Trotsky leía un supuesto artículo de Mercader cuando éste le partió el cráneo con una piqueta.
En Coyoacán también está el museo de Frida Kahlo, que apenas pudimos verlo y preferimos dejarlo para nuestro regreso al DF, y también un hermoso centro histórico sobre cuya plaza aún se mantiene en pie el palacio donde vivió Hernán Cortés. Zona bohemia por excelencia, tiene todo lo que se necesita si, obsequiado con el don de la creatividad, uno se anima a ser artista.

Alrededor del Zócalo, las calles atestadas de gente rebozan de historia en cada rincón. La catedral misma, construida sobre las ruinas de una pirámide azteca, es de una belleza impresionante. Desde la cúpula los ingenieros colgaron un péndulo -imposible no acordarse de la novela de Umberto Eco, “El péndulo de Foucault”- que apunta con su vértice el desplazamiento que fue sufriendo desde principios del siglo XVIII el edificio con cada terremoto hasta que, hace algunos años, los trabajos de cimentación la fueron devolviendo a su posición original. Al lado nomás, uno puede ver los restos de otra pirámide y las incesantes excavaciones. Y es que éste era el centro de un magnífico complejo de edificios administrativos y religiosos del imperio azteca, luego destruido por la conquista.

Escaleras del edificio de Correos de México.
En los viveros de Coyoacán las ardillas se acercan buscando comida.

Chamanes ofrecen sus servicios al costado de la Catedral.
Una esquina cualquiera del centro puede sorprendernos con una obra de arte.

En el Zócalo coincidimos con una celebración ritual mexihka.
Los restos de los edificios destruidos por los españoles, como en otras partes, también aquí se usaron para las nuevas edificaciones.

Vistas de la Catedral.

No hay escuadra que aquí funcione. Los edificios, aún en pie, son testigos de los terremotos que sacudieron sus estructuras.
Siempre mojándonos con el aguacero de cada tarde, antes de arrancar hacia la península de Yucatán para conocer lo que queda de la cultura maya, nos fuimos hasta el bosque de Chapultepec, un enorme parque de 680 hectáreas donde está el zoológico y el castillo del mismo nombre y que es sede del Museo Nacional de Historia. No es para menos: allí, en un majestuoso edificio en la cima de un cerro, ejerció como presidente Francisco Madero, emblema de una de las más complejas revoluciones sociales del mundo, la revolución mexicana y, varios años antes que él, Maximiliano de Austria, cuando entre franceses, españoles y norteamericanos, pretendieron convertir a México en una monarquía. Allí, también, pudimos ver la ropa con la que murió Emiliano Zapata, héroe de aquella gesta y víctima de una traición que, como a Pancho Villa, lo convirtió en leyenda.


Fuente a la entrada del bosque de Chapultepec con las huellas del terremoto del '85.

Monumento a los "Niños héroes", los cadetes del Colegio Militar que defendieron el palacio en 1847, cuando el ejército norteamericano pretendía tomarlo.
Audiorama, un rincón de Chapultepec en el que uno puede sentarse a relajarse escuchando música.
Lagos en el bosque de Chapultepec.
Palacio de Chapultepec.
Murales del Palacio de Chapultepec.
Ropa que llevaba puesta Zapata cuando lo asesinaron. Abajo: algo de lo expuesto en el inmenso Museo Nacional de Historia.
Claro que quedaron infinidad de cosas por conocer. Ni modo, como dirían por aquí. Ésas quedarán para nuestra vuelta y serán, sin duda, las protagonistas de otra crónica. Pero eso, queridos amigos, eso es otra historia.

Leer más...