Dos amigos decidimos animarnos a la locura. Con casi nada, salvo una enorme ilusión y muchas ganas, resolvimos que era ahora o nunca el momento de concretar nuestro sueño: recorrer el continente americano en moto. Ahí vamos.

jueves, 29 de julio de 2010

Un cuentito de yapa

Combate en Capurganá

El combate duró apenas un interminable minuto con doce segundos. Y terminó de la peor manera, cuando a uno de los contendientes lo sacaron en brazos, entre una multitud almidonada y triste más por la pérdida en las apuestas que por la puta mala suerte del peleador. Su preparador, que aún sonríe apenado dejando al desnudos dos desparejos dientes de oro, parece no encontrar consuelo a tanto esfuerzo hecho trizas en tan poco tiempo. Frente a él, en el cruel anverso de esa mueca trágica, un grupo de gente festeja elevando en andas al sujeto que le llenó por un rato los dedos de ajados billetes verdes. El vencedor no entiende de alegrías ni tristezas y quizá, sólo quizá, perciba que cumplió con su deber natural. Su dueño, su mentor, el que pasó horas y horas estimulándolo con ridículos masajes, no cabe en su sucia remera de tanta dicha, aunque es lo bastante prudente como para no cruzar mirada con el vencido, que ya de espaldas a la arena de combate masculla entre dientes reproches inaudibles hacia su pupilo, cuyos ojos desorbitados se bambolean en una cabeza que pende inerte hacia el suelo y no miran a ningún lado.
El preparativo del mortal enfrentamiento fue extenso y tuvo por todo camarín el desvencijado toldo de un rancio bar del centro de Capurganá. Un lugar atestado de parroquianos que prácticamente en dos grupos aislados en un par de mesas no muy distantes bromearon largo, sin que estas estupideces lanzadas a los gritos, que es básicamente la forma tradicional de hablar de los morenos, generaran la mínima gracia en los rostros disecados por el impiadoso sol de los dos hombres que sumidos en una escalofriante concentración ultimaban el ajuste de los vendajes en los afilados “puños” de los condenados por su raza.

Ese prólogo de muerte se confunde en medio de una lastimosa llovizna que pixela en mil cuadritos la escena del bar y vuelve difusos los coloridos trajes de los peleadores. El agua que derrama el cielo y que se filtra con un desgano estremecedor, presagio de fatalidad, jamás podría poner en duda la realización del combate. Yo estoy ahí, extranjero y extraño a todo, mirando entre sorprendido, incrédulo y un tanto asqueado.
En ese momento, cuando los preparadores consideran que sus gladiadores están listos, vendados y con sus mortales armas calibradas una y otra vez ya no por dos sino por varios ojos expertos en esas lides, comienza a consumirse el excitante tiempo de las apuestas. Mientras, los protagonistas estelares de esta berreta película de terror caminan displicentes entre la multitud, para que cada uno sepa bien a “manos” de quien se juega los mugrosos billetes.
El griterío es descomunal y sólo ellos entienden ese dislocado sistema de apuestas, donde los dólares pasan de una mano a otra, sin que nadie los cuentes ni quede el mínimo registro de nada, y donde al final, cuando apenas queden vencedores y vencidos, ninguno eleve la mínima queja ni reproche. Será ese el tiempo en que unos vayan por más cerveza para celebrar por su buena estrella y otros los sigan para en un par de tragos convencerse de que en la próxima tendrán la merecida revancha.
Nadie dice cuándo termina el tiempo de las apuestas ni cuándo empieza la hora de la verdad; pero en determinado momento, como atendiendo a una señal propia de la costumbre, incomprensible para el forastero ocasional, las voces se calman y los movimientos se sincronizan para que el tumulto se transforme en un círculo de exaltados que rodea a un desdentado y curvo viejo quien, sin que nadie lo designe, se hace cargo del evento y posesionado por el ritual, eleve los brazos al nuberío lloroso y recite de memoria y sin necesidad las reglas del combate: “cinco minutos o hasta que caiga el primero”.

En ese instante los preparadores exudan ansiedad y nerviosamente pasan una y otra vez sus callosas manos sobre las cabezas casi calvas de sus pupilos. De pronto el mismo viejo que oficia de macabro dueño del circo grita “YA”, y en el corazón de ese siniestro redondel humano los dos gallos de riña comienzan a desplumarse a salvajes picotazos, aún tomados de las alas por sus dueños, a modo de entrada en calor o provocación, para después, cuando los ánimos estén caldeados, retirarles el banquillo y encomendarse al santo que protege el alma de las aves para que en esa despintada tarde el suyo sea el elegido.
Al principio los gallos ensayan ataques aislados, como si quisieran evitar el enfrentamiento. Pero de a poco y embravecidos por el infernal griterío de los morenos, se animan a terribles saltos acrobáticos con el único fin de asestar el afilado espolón de utilería en la cabeza de su no buscado enemigo.

El más desplumado y que trasluce mayor edad evidencia con el correr de los segundos claros rasgos de nítida experiencia. El otro, de un plumaje prolijo y refulgente, apenas se defiende desde un principio. No es cobarde, pero no encuentra la manera de que esa virtud sea respetada por su contrincante, que lo ataca sin respiros.
En un momento el griterío queda en suspenso, para inesperadamente resurgir con mayor vigor segundos después, justo en el instante en el que el pintón gallo de riña comienza a bambolear su otrora espigado cuello y sus patas no encuentran tierra firme donde apoyar su deshilvanado cuerpo. Allí el joven negro que lo asiste se lanza desesperado hacia el desgraciado peleador para que el trámite no termine allí; lo toma con firmeza de la cabeza, le abre el pico, acerca su pulposa boca y sopla con fuerza tratando de reanimar a su ya moribundo pupilo. Cuando lo cree medianamente recuperado, cruelmente lo lanza de nuevo a la arena para que en un único y fatal ataque del inminente vencedor quede el pobre condenado nueva y definitivamente con las alas extenuadas, su pico semienterrado en el barro y con la vidriosa mirada clavada en el vacío.
Apenas un minuto con doce segundos duró el combate en la colombiana Capurganá, y terminó de la peor manera. Ahora, cuando aún el cielo no ha parado de sangrar, bajo el vetusto toldo del bar algunos brindan felices y otros, no tan dichosos, también.


1 comentario:

  1. Muy buen cuentito Marcelo, me puso la piel de gallina: con las plumas tan frías como las del pobre vencido gallo.

    Un gran abrazo a ti y Ramiro, donde quiera que esté.
    María F. Molina, Bogotá.

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