Dos amigos decidimos animarnos a la locura. Con casi nada, salvo una enorme ilusión y muchas ganas, resolvimos que era ahora o nunca el momento de concretar nuestro sueño: recorrer el continente americano en moto. Ahí vamos.

viernes, 18 de junio de 2010

Ahhhh…. Cartagena

El tipo podría pasar tranquilamente por un vendedor de limonada en una esquina cualquiera de Cartagena de Indias. Pero no; el hombre se pasea entre la gente, por la calle y las veredas, con su cuello recostado hacia un lado apoyando su barbilla sobre la barnizada madera de su impecable instrumento. Camina y lo hace sumido en una seriedad que lastima, pero en realidad es parte de su puesta en escena, porque de sus dedos ágiles el sonido brota como manantial, poniéndole “candela” a la salsa que el resto de la banda -morenos todos- derrocha con esa alegría que tan sólo los caribeños destilan contagiosamente. El ignoto violinista, que a fin de cuentas de él estamos hablando, rompe imprevistamente los límites del escenario montado en unos de los costados del atestado “Café Habana” y, viendo que afuera mucha gente quedó sin la oportunidad de limar el suelo con sus lustrados zapatos (entre esas personas nosotros, que tenemos una pinta de reos escalofriante y que no ingresamos sencillamente porque estamos más secos que un pasa de uva), sale al aire libre y se mezcla en esa pequeña multitud que lo mira entre asombrado y admirado por su destreza con esa cajita hueca.

Algunos lo aplauden, otros se limitan a observarlo con los ojos como el dos de oro y no pocos se atreven a bailar ahí nomás, sobre los adoquines de la caliente acera de la histórica ciudad amurallada. Este singular acontecimiento transcurre una calurosa noche cualquiera de las desgraciadamente pocas que estuvimos en este maravilloso lugar. La escena es magnífica, porque la “unánime noche” de Cartagena tiene todo lo que uno puede esperar y todo lo que uno por años ha imaginado que puede tener. Salsa brotando de todos los “wines”, salones con bandas en vivo que hacen delirar a hombres y mujeres aunados en un solo cuerpo, morenas que con solo caminar irradian una sensualidad que a uno le castiga en la piel y muchos otros detalles que sinceramente hacen de este lugar “el lugar” en el mundo.
Señores, amigos, si una ciudad nos ha parecido el paraíso (o directamente el infierno, no sólo por el candente clima sino porque con esas negras hermosas uno está irremediablemente invitado y expuesto al constante pecado), esa ciudad es la colombiana Cartagena de Indias. Pero no todo lo que brilla es oro, compañeros, porque el ingreso a esta ventana al mar Caribe no dista mucho del panorama que ofrecen tantas otras ciudades latinoamericanas: mototaxis al por mayor, colectivos que no respetan parada alguna, taxis que viborean entre multitudes de personas que se encomiendan al santo de turno para cruzar la calle y miles de puestos ambulantes que ofrecen todo lo que uno no necesita en esta sacrificada vida.

Pero como todo cambia, ese caótico ingreso se transforma en una relativa calma en los confines de la ciudad amurallada, un espacio de unas cuantas cuadras de angostas callejuelas adornadas por añejas pero conservadas fachadas coloniales que, desde las alturas de sus adornados balcones de madera, dejan caer en verdes cascadas enredaderas floridas que inundan el paisaje con un aroma que de cuando en cuando se mezcla con el olor a los mangos maduros que se bambolean en canastas sobre las cabezas de las morenas cuyas caderas han sido la cruel tortura de estos dos singulares aventureros.

Cartagena no tiene lo que se dice playas lindas, ya que a tan sólo unos metros de la orilla han construido enormes barreras rompeolas de piedra que afean en mucho el lugar. Pero la ¡gran siete! que hermosura es la calidez de ese mar. Uno no tiene que andar, como en las playas argentinas, a los saltitos para que las primeras olas no le mojen de sopetón las partes pudendas (que son donde se asimila el cruel impacto de la temperatura del agüita) para adentrarse al mar, ni tampoco andar cuidándose de permanecer demasiado tiempo sumergido a riesgo de salir morado de frío, sino que el mar Caribe invita a pasar todo el día con el agua hasta los ojos, porque, señores, ese maravilloso liquido está CALIENTE.

Caminar por Cartagena es maravilloso, pero también sofocante. El calor es impiadoso y uno no hace más que transpirar de lo lindo, grata situación que se mitiga con cataratas de limonada helada (de excelente factura y a apenas 0,50 centavos de dólar) o, ya con otro presupuesto, con botellitas de cerveza “Águila” (casi un billete verde) que duran lo que un suspiro. Bien interesante es caminar por la cuadra de las librerías, que no son más que puestos de chapa montados en las veredas que ofrecen libros usados y nuevos (pero de dudosa originalidad) en todos los idiomas, además de revistas, también lisas y arrugadas. Allí se pueden encontrar ediciones diversas de los libros del premiado García Márquez, quien, dicho sea de paso, tiene una casita en Cartagena donde suele pasar algunas temporadas al año. (Nosotros intentamos dar con el domicilio, de puro tilingos nomás, pero no hubo quien nos diera certezas sobre ese preciado lugar).

La muralla que protege la antigua fortaleza está formada por gruesos muros de piedra en cuya cúspide aún permanecen como intimidantes testigos del tiempo unos contundentes cañones de hierro con sus bocas de fuego dirigidas a la ¿siempre? tranquila bahía. Y como los negocios son negocios, muchos de los espacios que antes alojaron a los defensores de la ciudad vieja o simplemente fueron depósitos de armas y municiones, ahora son restaurantes cuyas puertas nos impusimos no trasponer, sospechando del calibre de sus “ofertas”.
A apenas unas cuantas cuadras de la histórica ciudad, donde el tiempo parece detenido en algunos sentidos (muy pocos por cierto), está la gran ciudad, con sus edificios de una altura escalofriante y sus caras expuestas a la inconstante brisa del Caribe, sus cadenas de casas comerciales, oficinas, organismos públicos y todo lo que un lugar con más de dos millones de habitantes (según nos dijeron) tiene que tener.





Atardecer en Cartagena de Indias.

Curiosos carteles en Cartagena.
Primer contacto de Marcelo con el Caribe.
Primero lo primero

Pero para llegar a Cartagena de Indias, queridos amigos, tuvimos que andar cientos de kilómetros, recorrer varias ciudades cargadas de gente e innumerables pueblecitos brotados a la vera de los caminos.
El ingreso a la hermosa Colombia lo hicimos a fines de mayo en el paso de Ipiales. Si hubo un clima que no debimos padecer demasiado a lo largo de los 13 mil kilómetros recorridos, ese clima fue el lluvioso. Pero este país nos tenía preparado para cada uno de los días un inesperado aguacero que si bien no nos arruinó la fiesta, sí nos limitó bastante la marcha.

Los primeros kilómetros transitados por Colombia no nos ofrecieron un panorama diferente a lo que ya habíamos percibido en otras regiones de Latinoamérica, teniendo en cuenta que las rutas principales recorren la misma cordillera que atraviesa el continente y que ya hemos cruzado de un lado a otro no sé cuantas veces. La geografía, en tanto, será muy diferente más adelante, cuando el olor a mar Caribe se deje respirar y cuando las paradisíacas haciendas alfombradas de verde, con palmeras y bananos incluidos, sean el único panorama a la vista.
La primera ciudad grande sobre la que pusimos pie en tierra fue Cali, capital mundial de la salsa. Pero allí no permanecimos más que contados minutos, sólo los que nos demandó un fugaz paso por el centro y el derrame de abundante sudor para atravesar sus atestadas calles.
Con la no tan errada creencia de que en los pueblos pequeños a uno lo reciben mejor, fue que dejamos atrás Cali para detenernos en Buga, una población ubicada a unos pocos kilómetros de esta gran ciudad. Allí la que salió a recibirnos fue la lluvia, por lo que decidimos pedir refugio en el cuartel de bomberos donde para nuestro asombro, o no tanto, nos trataron de maravillas, no solo al permitirnos acampar en ese predio, sino al dejarnos poner la carpa debajo del techo del segundo piso, usar sus instalaciones a nuestro antojo y, por si esto fuera poco, convidarnos con lo que tenían en la heladera. Igual fue el recibimiento que tuvimos unos cientos de kilómetros más adelante por parte del cuerpo de bomberos de Ibagué, donde todos los muchachos se portaron de diez, inclusive invitándonos a dormir en el aula que tienen para el dictado de conferencias. Estos sacrificados bomberos nos despidieron de la mejor manera, con café y con unos exquisitos tamales preparados por las manos maestras de la madre de uno de ellos.

El peligro, ni en la esquina

Queridos amigos, si de algo nos habían advertido hasta el hartazgo en todos los lugares por los que anduvimos en este viaje fue que Colombia es muuyyyyy peligrosa; pero nosotros, bueno es reconocerlo, no encontramos otra cosa que gente amable, cariñosa, respetuosa y muy interesada, además de sorprendida, por nuestra aventura. En ningún momento tuvimos que padecer situaciones desagradables. Es más, si tuviéramos que destacar un lugar en el que nos hemos sentido realmente tranquilos y bien acogidos ese país fue Colombia.
Escuchar sobre secuestros, asesinatos, guerrilla, narcos, paramilitares, ladrones, sicarios, militares, policías bravos y un extenso etcétera de cosas malas fue lo más común cuando el tema “cruce de Colombia” salía en cualquier conversación. Pero, insistimos, nada de eso encontramos en este maravilloso país (si bien no negamos que tales cosas existan), sino que, por el contrario, en cada lugar nos trataron como a pichones. A modo de ejemplo, debemos decir que no fueron pocas las veces que acampamos en estaciones de servicio sin que tuviéramos problema alguno (en una de estas gasolineras nos encontramos con “Pacho”, el administrador, quien no solo nos permitió acampar en el lugar, sino que se vio en la obligación de, a la noche, sacarnos a pasear por la ciudad de Caucasia e invitarnos unas pizzas).
Imágenes del impresionante Museo del Oro en Bogotá.






Si hay algo que nos llamó poderosamente la atención desde el mismísimo momento en que comenzamos a rodar por las rutas de Colombia fue la enorme cantidad de militares que custodian estas vías y, particularmente, los puentes. No exageramos nada si decimos que cada 50 kilómetros hay retenes militares en las carreteras y, de esto nos enteramos después, que esos mismos milicos están protegidos por una enorme cantidad de compañeros que los miran escondidos entre la selva o en las montañas. Esta desmedida (o no) cantidad de hombres de verde olivo tienen por función proteger las rutas y a los que las atraviesan de los ataques de la guerrilla. Incluso en las largas charlas que tuvimos con los jóvenes militares que nos pararon innumerables veces en el recorrido, nos dejaron en claro que mantener escaramuzas con guerrilleros era, sino cosa de todos los días, sí algo medianamente frecuente.
La "Seguridad Democrática" de Álvaro Uribe puesta en práctica con jóvenes de Bogotá. ¿Recuerdan a algo estas imágenes?
A nosotros particularmente no nos exigieron nada en estos retenes (solo en uno debimos mostrar el pasaporte e intentaron hincharnos con algunos papeles, pero el tema no pasó a mayores y nos dejaron vía libre pidiéndonos disculpas porque se había tratado de un “error” al comprobar que éramos extranjeros). Lo único malo, si se quiere, es que los milicos, absolutamente aburridos, no pocas veces nos retuvieron por largos minutos para colarnos a preguntas sobre nuestra aventura y, particularmente, para saber qué opinión teníamos de Colombia. Este interés por saber qué opina el extranjero de este país no es potestad única de los militares, sino que la mayoría de los colombianos con los que hemos charlado nos han puesto en la misma situación de contestarle esa requisitoria, conscientes de que la reputación del país no es la mejor. Una y otra vez nosotros los tranquilizamos remarcándoles que Colombia nos había parecido el lugar más bello del recorrido y que su gente era la más simpática y atenta que habíamos encontrado. Y esto no lo dijimos para quedar bien, sino porque es la pura verdad.
El colombiano común es una persona afectuosa y carismática, muy interesada en que la estadía del forastero en su país sea lo más agradable posible, quizá como una forma inconsciente de borrar la mala fama que tiene esta castigada región. En Bogotá, a modo de ejemplo, no hubo un semáforo en el que no se nos acercara algún automovilista y nos preguntara de dónde veníamos. Al responderles que de Argentina, se sorprendían y exclamaban “¿en moooooto? Pero que ‘verraco’ estos ‘manes’; muy ‘chébere’ su aventura, que Dios los acompañe y bienvenidos a nuestro país”.
Otro de los destinos de este viaje fue, como hemos dicho, la ciudad de Bogotá, lugar en el que nos estaba esperando María Fernanda, una joven “costeña” muy bonita que nos alojó en su departamento y, para deleite de nuestros ojos, bailó, en una improvisada fiesta en la que abundó el aguardiente, “champeta” e intentó hacernos aprender algunos vericuetos de esa música muy parecida al reggaetón, pero cuya danza es híper-sensual. Allí conocimos también a sus amigos y a su hermano Sergio, todos quienes nos trataron muy bien durante un par de días. En esta enorme ciudad, cuyas calles y plazas recorrimos gustosos justo los días previos a las elecciones presidenciales (de las que resultó victorioso –en segunda vuelta- el pichón de Uribe, Juan Manuel Santos), visitamos el Museo del Oro, un espacio enorme que alberga, como su nombre lo indica, piezas de oro de la época prehispánica de una belleza arrolladora. Medellín, desde mi punto de vista, creo que Ramiro coincide en esto, es, después de Cartagena, la ciudad más linda que hemos visto, no por su casco urbano en sí, sino por el lugar en el que está enclavado. Uno llega a esta enorme urbe por unas carreteras que zigzaguean entre pronunciados cerros y desde una altura que mete miedo ve, perdido en el fondo del abismo y entre blancos nubarrones, los millones de casas que conforman la gran ciudad que muchos y por mucho tiempo ligamos (¿injustamente?) al nombre de Pablo Escobar. Toda la región que rodea a Medellín es hermosa y uno imagina que de tener un mango extra en el bolsillo no sería mala idea comprar una de las tantas casitas campestres que se ven perdidas entre el nutrido follaje que reviste las montañas.Amigos, no somos de dar concejos a nadie, pero si realmente quieren conocer un país de una belleza particular, no dejen de visitar Colombia, no sólo por sus paisajes, sino por la gente que lo habita, cuya muy agradable forma de ser contrasta notablemente con lo que vimos antes y con lo que veríamos después.

La odisea

Después de andar miles de kilómetros por esta región caímos en Turbo, un pueblo no muy lindo ubicado en la costa del Golfo de Urabá. Hasta allí llegamos con la intensión de embarcar nuestras motos rumbo a Colón, en Panamá (es la única forma de cruzar el Darién e ingresar al centroamericano país, ya que no existen rutas para hacerlo). Después de unos días de averiguaciones, contactamos a un tal “Teo”, dueño de un barco que estaba dispuesto a hacernos el “favor” de transportarlas, previo depósito en sus morenas manos de 400 dólares. La decisión de pagar esa suma, que es una fortuna para nosotros, fue todo un reto, y recién lo resolvimos luego de un frustrado intento de vender las máquinas al primero que nos hiciera una oferta (con carteles de “SE VENDE” pegados en las maletas anduvimos toda una tarde por el pueblo). Subir esas motos a la embarcación fue un sufrimiento (para los nervios y para el bolsillo), pero allí quedaron, en la bodega del “Doris Gill”, con la promesa de salir un par de días después rumbo a la costa panameña. Lo cierto es que, mientras escribo esto, es decir a casi una semana de la fecha en la que el maldito barco tendría que haber llegado, de las motos ni noticias.

Después de dejar los bólidos en “buenas manos”, partimos nosotros rumbo a la frontera Colombia – Panamá. El viaje nos demandó de dos largas horas a bordo de una lancha lo más parecido a una lata de sardinas que he visto en mi vida. En ese minúsculo aparato viajamos 32 personas en seis filas de asientos ocupadas cada una por cinco tipos (los otros dos no sé dónde estaban metidos). A mí particularmente me tocó una fila poco afortunada, ya que mis vecinos de banca eran cuatro personas nada flacas, entre ellas, justo a mí lado, una señora entrada en kilos que llevaba en brazos a su pequeña hijita. Lo cierto es que la lancha iba a los pedos y yo exprimido entre mis compañeros de viaje y a punto de expulsar las tripas en cada bandazo que el cascarón daba contra el oleaje. Mientras la nena lloraba desconsoladamente, la madre charlaba con sus amigas que iban atrás a los gritos y a dos centímetros de mi oreja. (En esos instantes yo miraba hacia el asiento en el que iba Ramiro, y lo veía cómodamente ubicado, con sus rulos al viento y su mirada protegida por oscuras gafas oteando el horizonte, evidentemente disfrutando de la travesía –lo que me indignaba aún más-).
Cuando la nena se cansó de llorar -después de que la madre le atajara diestramente un par de veces con una toalla el vómito que amenazaba con bañarme entero-, se durmió, con tanta mala fortuna que una pesadilla invadió sus sueños y me reventó a patadas, mientras la madre, con una mirada me decía “que le vamos a hacer, es una nena”. Y eso no fue todo, porque en el asiento ubicado justo frente a mí iba una joven pareja que a mitad del viaje no se le ocurrió mejor idea que ponerse a comer papas fritas. Verlos besarse a escasos centímetros de mí con sus trompas llenas de sal no fue tan terrible como soportar las migas que arrastraba el viento a mis ojos cada vez que ellos se llevaban un puñado a la boca. Afortunadamente Capurganá, el fin del viaje, me tenía reservado un premio más que estimulante. Esta población colombiana está ubicada a la orilla de una tranquila bahía, cuyas aguas no solo son calientes, sino que, además, son clarísimas y uno ve el fondo del mar y los peces sin más trámites que mirar hacia abajo. Allí permanecimos un par de días, disfrutando a pleno. Uno de esos días coincidió con el primer partido de Argentina y con mi cumpleaños, por lo que esa noche el festejo fue doble y nos jugamos enteros: cenamos tallarines (y no arroz con plátanos, que es nuestra dieta desde hace meses).

Fue en Capurganá que también conocimos a otro argentino que viaja hacia el norte, Antonio, que nosotros apodamos “Arturo” porque nunca nos acordábamos el nombre y que él aceptó como propio, resignado al equívoco. “Arturo” -que es un tipo al que las circunstancias de la vida lo han llevado, sin quererlo él, a conocer medio mundo, es un personaje para escribir un libro-. Con él viajamos un largo trecho y nos separamos recién en Panamá City, donde nosotros nos quedamos un tiempo, mientras el ponía proa a México, con destino a EEUU.







Esta bella mini población (Capurganá) fue la última partícula de tierra colombiana que pisamos antes de partir hacia Puerto Obaldía, la entrada a Panamá, país que nos tendría reservada otras aventuras, incluido un duro viaje de cuatro días a bordo de un barco de cargas, pero eso, queridos amigos, eso es otra historia.
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