Dos amigos decidimos animarnos a la locura. Con casi nada, salvo una enorme ilusión y muchas ganas, resolvimos que era ahora o nunca el momento de concretar nuestro sueño: recorrer el continente americano en moto. Ahí vamos.

domingo, 16 de mayo de 2010

Las líneas de Nasca y las esculturas Moches

Como se dijo, Cusco en una ciudad bellísima, llena de historia y con una magia especial que lo transporta a uno a través del tiempo. Sus calles coloniales y sus innumerables iglesias de decorados que lo dejan a uno constantemente boquiabiertos, fueron una antesala mágica para nuestro paso por el Machu Picchu.

Cusco puede producir transformaciones increíbles. Miren si no.

La experiencia del Machu Picchu es altamente recomendable, pero no sólo ese sitio es digno de pegarse una vueltita si la economía y el tiempo lo permite. Perú tiene una riqueza arqueológica impresionante y, a diferencia por ejemplo de Bolivia, sabe explotarla. Nazca es otro lugar por los que anduvimos. Si bien el pueblo no es gran cosa y el camino desde Cusco es largo y monótono, las famosas líneas de Nazca son un espectáculo admirable. Obviamente para verlas en toda su magnitud hay que sobrevolar la desértica zona, cosa que requiere de unos 70 dólares por cada interesado que pretenda subir al aparato volador que durante diez minutos lo mareará por el cielo para que disfrute de figuras como las del mono, el colibrí y otros contornos enormes dibujados hace cientos de años y que admirablemente aún perduran.

Aunque a esta altura no merezca aclaración, es bueno resaltar que nosotros no subimos al avión y optamos sí por subir a un mirador de robustos caños por tan sólo dos soles. Lo que se ve no es mucho, para qué vamos a mentirles, pero es representativo de todo lo que se puede admirar en el lugar.

Lima en familia

De Nazca comenzamos el lento ascenso hacia Lima, previa escala en Pisco, un pueblo que recién y después de tres años se está reponiendo de la devastación que provocó un fuerte terremoto que no sólo destruyó gran parte del caserío sino que dejó miles de víctimas.
Lo que se ve es lo que queda de la antigua municipalidad. Al lado, el espacio vacío, era la iglesia de Pisco, donde durante el terremoto buscaron refugio centenares de personas, familias enteras que quedaron sepultadas bajo los escombros.
Pisco también fue nuestro primero contacto con el océano Pacífico.
La costa peruana, a lo largo de la cual va la principal carretera, es una inmensa extensión de desierto.

El Tato, hermano y amigo, nos cobijó en Lima.

Publicación educativa de lenguaje franco y directo en un kiosco limeño.

Vista del famoso puerto de el Callao.
En la capital peruana permanecimos cuatro días, acompañados por el hermano y amigo Tato, que nos facilitó hospedaje en el mismo lugar donde pernocta en su sacrificado camino a la refrigerante fama. Con él visitamos el Callao y Miraflores, y como niños famélicos en la vidriera de un restauran, permanecimos interminables minutos contemplando cómo los turistas pagaban los 150 soles para tirarse en parapente desde uno de los maravillosos acantilados limeños que se elevan a la orilla del tranquilo Pacífico.
En el camino a Trujillo nos encontramos con Raúl, medio argentino, medio brasilero, que andaba también rodando estos caminos.

Los Moches también existen (o existieron)

Tras una corta despedida con “El Tato”, abrazos y promesas de reencuentro incluidas, partimos nuevamente hacia la ruta que nos llevaría a la frontera con Ecuador. La carretera desde Lima hacia el norte costea el mar y es tan buena como todas las que recorrimos en Perú. Luego de varios cientos de kilómetros y de varias noches durmiendo en estaciones de servicio, llegamos a Trujillo, una ciudad enclavada en uno de los tantos valles fértiles que de tanto en tanto aparecen entre las ondulaciones del enorme desierto de la costa peruana.


Habíamos visto unas fotos de unas ruinas en un folleto turístico y hacia allí íbamos, pero por fortuna, unos lugareños nos hablaron de un complejo descubierto hace relativamente poco y que era maravilloso. Casi dudando, fuimos hacia las Huacas del Sol y de la Luna que, según los arqueólogos, fueron el centro administrativo y religioso de la cultura Moche, muy anterior a la Inca.
Allí confirmamos lo que nos habían dicho: nos encontramos con dos enormes estructuras levantadas exclusivamente con ladrillos de adobe (se calcula que unos 145 millones en total). En realidad son elevadas pirámides de barro que en su interior atesoran una riqueza cultural enorme y que, desde no hace mucho (principios de la década del 90) están siendo investigadas. Por ahora sólo se trabaja en la Huaca de la Luna, que sería el complejo religioso de la sociedad Moche, mientras que a decenas de metros la Huaca del Sol espera que el gobierno se digne a financiar el costo de su investigación arqueológica. Mientras tanto el complejo, o mejor dicho lo que queda de él tras los reiterados saqueos que ha sufrido, continúa su lento pero inevitable deterioro por el paso del tiempo y las inclemencias del clima.
Si algo llama la atención en la Huaca de la Luna aparte de la construcción misma, son las paredes trabajadas con altorrelieves multicolores de increíble belleza, la mayoría en honor al dios degollador al que veneraban y al que ofrendaban cada tanto un par de vidas humanas. Los arqueólogos descubrieron que, en realidad, no es una pirámide, sino que son al menos cinco que se fueron construyendo una encima de la otra, en distintas etapas en las que, la parecer después de algún cambio en la jerarquía que conducía a su nación, se rellenaba el interior y se ampliaba el exterior para armar el nuevo nivel. Así, los altorrelieves del nivel anterior sólo se pueden ver vaciando el piso del superior, cosa que se puede apreciar en varias partes del complejo.
La visita termina junto a la rampa que subía hasta la cima de la pirámide y allí los ojos sencillamente no alcanzan para admirar tanta belleza, tanto despliegue de colores y figuras que se graban en la retina y uno los sigue viendo durante muchos días después de haber dejado las hermosas Huacas.

¿Y “la Casa Verde”?

De Trujillo a Piura (que es muy distinta a la que teníamos dibujada en la cabeza a partir de las novelas de Vargas Llosa) sólo nos demandó un par de jornadas de lucha contra los fuertes ventarrones que azotan la desértica región. El recorrido por Perú prácticamente lo hicimos bordeando la costa del Pacífico. A lo largo de los cientos de kilómetros pudimos apreciar cómo el peruano -o el extranjero capitalista que todo lo invade- aprovechó, como quien saca agua de un ladrillo, cada espacio de la reseca e inhóspita tierra. Así, en los amarillentos desiertos hizo surgir extensos parrales, interminables plantaciones de caña de azúcar, planicies tapizadas con espárragos (de exportación), pimientos, arroz y, también, para desgracia de las narices, innumerables criaderos de pollos.
Diez días anduvimos por el hermoso Perú, de donde nos llevamos el grato recuerdo de las maravillas visitadas y el trato cordial de su gente, y de donde también nos llevamos los oídos como camote, de tanto escuchar la bocina de taxis y de los incontables moto-taxis que afloran por sus ciudades y pueblos y cuya costumbre es bocinear todo el tiempo para indicar que están “libres”.
El 6 de mayo cruzamos la frontera a Ecuador, pero eso, amigos, eso ya es otra historia.
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Once horas en el Machu Picchu

Siempre pensé que de un lugar así a uno no le quedaría más remedio que escribir una buena nota. Pero lo cierto es que el Machu Picchu es para verlo y no para contarlo, porque al intentar hacerlo se corre irremediablemente el fatal riesgo de disminuirlo en su grandeza. No se puede describir con mediana exactitud lo que se ve y lo que se siente en ese maravilloso sitio.
Cartel algo inquietante en nuestro camino a Cusco.


Acueducto Inca camino a Ollantaytambo, nuestra escala antes de Aguas Calientes.

Cuando me decían que con tan sólo poner un pié en esas magníficas ruinas a uno lo invadía una rara sensación (y como toda sensación sólo se siente, no se describe) yo ponía mis reparos para creerlo; pero la realidad me reveló con la fuerza y la sorpresa de un cachetazo inesperado, que el lugar es verdaderamente mágico y que uno, por más troglodita e insensible que pueda ser, se siente sobrecogido y no puede parar de perder eternamente la mirada en el todo y saborear cada detalle de esa totalidad.
A las 6 de la mañana entramos a Machu Picchu. Éramos los dos primeros de esa jornada.

El azar no existe en Machu Picchu: cada piedra fue puesta en cada lugar por algo, cada luz y cada sombra tienen un porqué y una utilidad, cada recinto su función, cada sendero su destino. Qué se puede agregar sobre este perfecto complejo de piedras levantado en la cima de uno de los tantos y altísimos cerros de Cusco que ya no haya sido dicho. Pues nada; sólo resta contar a cada visitante, y en este caso a nosotros, la experiencia personal respecto de, por ejemplo, cómo llegó al lugar y los esfuerzos (económicos y físicos) que la aventura le demandó.
Vista desde el Huayna Picchu.

Pero hagamos un poco de historia (y disculpen amigos el constante cambio de la primera persona del singular a la primera del plural, pero no queda más remedio). Después de una larga estadía en Bolivia, de casi un mes y medio, previo paso por Paraguay, por fin a finales de abril cruzamos la frontera e ingresamos al misterioso -arqueológicamente hablando- Perú. Que este país esta preparado para los gringos no es una sorpresa que a uno le lleve demasiado tiempo descubrir: con sólo leer el primer y gran letrero que se exhibe en la mismísima aduana -“welcome to Perú”- a uno le queda bien en claro que si sus bolsillos no van rebosantes de verdes billetes la sobrevivencia se va a complicar un poco. Aquí la hermandad latinoamericana no cuenta mucho a la hora de cobrar el ingreso a los sitios arqueológicos, porque la tarifa es una sola y para todo el mundo: elevada y en dólares.

Tras dejar atrás Bolivia, el arribo a Cusco -una de las principales metas de este viaje de motochileros-, nos demandó dos agitadas jornadas a pura muñeca a bordo de nuestros ajetreados bólidos por paisajes impactantes, muchos de ellos entrelazados al hermoso e imponente Titikaka. Cansados pero contentos, llegamos a esta bellísima ciudad el 22 de abril, día histórico para estos dos viajeros, aunque menos importante que el día siguiente, ya supondrán por qué.

Nomás transitar los primeros metros por las calles de Cusco uno se da cuenta de que está en “el lugar”. El cielo cuzqueño es constantemente atravesado por aviones de línea que traen gringos a montones, los mismos que después deambulan en manada parloteando a los gritos por las calles cuzqueñas, retratando a gatillazo limpio las innumerables e impresionantes iglesias y plazas del lugar. Claro, eso de día, porque por la noche Cusco se vuelve una ciudad como muchas otras -para los gringos con plata- donde edificios históricos y de una belleza sin igual (con muros de piedra que la antigua ciudad colonial robó a la más antigua aún ciudad incaica) albergan pubs, discotecas y restoranes con “ambientaciones” diversas, entre otras yerbas.
Nuestro primer contacto con Cusco duró apenas un par de horas, tiempo en el que logramos conseguir las entradas al Machu Picchu (45 verdes per cápita) y los pasajes del tren que nos llevaría al día siguiente desde Piscacucho a Aguas Calientes (otros 62 estadounidenses por la ida y la vuelta). Sin descanso partimos raudamente y con escaso tiempo en nuestro haber para Ollantaytambo, un pueblito distante a unos 70 kilómetros, donde dejamos las motos en un hostal con la promesa a la dueña de, a la vuelta de la visita a las ruinas, pasar una noche allí, previo pago de los 10 soles por motochilero. (Un dólar equivale a 2,80 soles, es decir que a los argentinos el cambio no nos favorece mucho, teniendo en cuenta que un verde yanqui demanda 3,80 pesos).
La Gran Caverna y el Templo de la Luna, son dos sitios poco visitados a los que se llega después de un rato largo de caminatas bajando y subiendo por el Huayna Picchu.
Sigamos: una hora después del arribo a Ollantaytambo un bus nos trasladó a toda velocidad y con maniobras para el infarto hasta Piscacucho, lugar donde bajamos una pata del micro para subir la otra al tren que nos depositó finalmente y después de poco más de una hora en Aguas Calientes. Toda esta movida se debió a que las vías aún permanecen dañadas por las lluvias y derrumbes que se produjeron el año pasado y que, como nota trágica, dejaron como saldo lamentable la pérdida de una vida, casualmente de una compatriota cuya carpa quedó sepultada por un alud. Los daños materiales motivaron el cierre del complejo por varias semanas.

En concreto llegamos a destino tipo 10 de la noche con la intención de inmediatamente buscar un lugar donde armar la carpa y evitarnos otro desembolso de soles en hospedaje, pero después de caminar y preguntar por todos lados, no tuvimos más alternativa que volver a meter la mano al flaco bolsillo y pagar un hostal (12 soles cada uno). Poco tiempo fue el que pasamos en la cómoda cama, ya que como nos habían advertido que sólo los primeros 400 visitantes (de las más de 2 mil personas que diariamente visitan el lugar) tienen el privilegio de subir al Waina Picchu (que es el cerro más alto que se ve tras las ruinas en la tradicional foto del Machu Picchu) optamos por poner la alarma del reloj a las 2.30 y hacer frente a la oscuridad del desconocido camino. La alternativa hubiera sido dormir más, levantarnos a las 5 y tomar el colectivo que lleva contingentes a la base de las ruinas, pero esto hubiera implicado del desembolso de 14 dólares, dinero que no estábamos dispuestos a pagar. Y no hicimos.
Típica foto tilinga, pero inevitable. Estamos bajo la puerta de entrada a la antigua ciudadela.
A las 3 en punto salimos de Aguas Calientes cargando una mochila con mortadela, queso y pan, dos cantimploras con agua, un par de paquetes de galletitas y una lata de atún. Tan temprano comenzamos la travesía que llegamos al enrejado puente de acceso media hora antes del horario previsto para el ingreso de visitantes, por lo que encontramos al policía que custodia el lugar durmiendo a pata suelta envuelto en una frazada. Tal fue la sorpresa y el susto del tipo al vernos que de pura casualidad no se puso a cantar el Himno haciendo la venia mitad despierto mitad dormido. Repuesto del sacudón y al ver que se trataba de dos argentinos lauchas que preferían caminar el empinado y dificultoso camino iluminados con una linternita languideciente a pagar los dolaritos del micro, el hombre de verde se apiadó y nos permitió el anticipado paso, tiempo que ganamos en nuestro plan de entrar dentro de los 400.

El ascenso hasta la base del Machu Picchu fue terriblemente agotador. Comenzamos caminando 10 minutos por tres de descanso para terminar con 10 de descanso por dos de subida. El tiempo que nos llevó el chiste fue de una hora y media, esfuerzo que se vio gratamente coronado con los dos primeros lugares en la fila que poco a poco se fue formando con la llegada de otros turistas pijoteros como nosotros que subieron a pié y de los grupos que arribaron después de las 5 en los micros.
Sudados hasta el ocote, cansados como nunca pero con una sonrisa a flor de piel, recibimos los primeros tikets para escalar el Huayna Picchu, cosa que comenzamos a partir de las 7 y que terminamos a duras penas pasadas las 8, por un camino doblemente complicado respecto al que habíamos hecho en la madrugada, con pronunciadas escaleras de piedra, mini túneles y partes donde hubo que escalar rocas inmensas a pura uña nomás. Pero el esfuerzo valió la pena, porque desde ese altísimo lugar la vista panorámica es fantástica y porque también las gringas que llegan a ese pico comienzan a quitarse algunas prenditas agobiadas por el cansancio.

Como no queríamos dejar nada sin ver (y sacarle el mayor provecho posible a los 45 dólares que nos salió la joda), con un dolor de piernas indescriptible y con las reservas de agua a punto de extinguirse, decidimos, no obstante, bajar el Huayna Picchu por la parte posterior y visitar una enorme caverna, cosa que hicimos (y fuimos de los contados que se animaron), encontrándonos allí con la no tan grata sorpresa de que para volver al Machu Picchu había que emprender otra empinada subida de varios metros. Varios es una simple forma de decir, porque en realidad fueron demasiados escalones y escaleras para nuestro precario estado físico.
Hecho el agotador pero fructuoso tramo, a la una de la tarde decidimos tomarnos un respiro para ir al baño (que están fuera del predio y hay que pagar para dejar allí todo tipo de residuos corporales) y dar cuenta de nuestras provisiones, para luego sí, ya por la tarde, entrarle con toda las ganas al anhelado Machu Picchu. La comida fue bastante liviana y, como ya nos habíamos chupado el agua de las dos cantimploras, no nos quedó más remedio que encarar para la cantina del lugar, donde por un vaso de mineral líquido nos fajaron 4 dólares, es decir casi 16 mangos nuestros.

Con la panza medio llena y las piernas un poco más relajadas, aunque no tanto, comenzamos la recorrida por el Machu Picchu, que para nuestra desgracia estaba demasiado cargado de gringos, lo que dificultó un poco la tarea de sacar buenas fotos. No obstante, al paseo le dedicamos unas buenas 3 horas, completando en total 11 en el complejo inca. Modestamente, creemos que nuestro performance es todo un récord digno de destacar.
El lugar es tremendamente impresionante por lo que uno no deja de andar con los ojos como el dos de oro por los senderos de fina hierba (mantenida a raya por unas cuantas e indiferentes llamas), admirando la perfección en la unión de las piedras, los bloques tallados para el escurrimiento de las aguas, las ventanas, escaleras y los miradores desde los cuales la vista es indescriptible. No contar detalladamente lo que allí se ve no es un acto de mezquindad o holgazanería, sino una invitación o un ruego a que el que pueda no deje de visitarlo y compruebe que no exageramos o le macaneamos.

Siempre siguiendo el mismo plan ahorrativo, no faltó oportunidad en que distraídamente y como quien no quiere la cosa, nos pegamos a algún grupo de turistas para escuchar de chiripa las explicaciones del guía contratado. Terminado el recorrido y después de un reparador descanso sobre el verde césped de una de las famosas terrazas de siembra del complejo inca, a las 3 de la tarde comenzamos el lastimoso regreso a Aguas Calientes. Nuevamente preferimos tranquear por el largo y sinuoso descenso a pagar los 14 dólares de bus. Contrariamente a lo que habíamos supuesto, el camino hacia abajo nos demandó mucho esfuerzo y casi el mismo tiempo que nos llevó la subida, por lo que al pueblo llegamos a las 17.30, exhaustos pero siempre contentos.
En Aguas Calientes tuvimos que hacer huevo hasta las 21.30, horario de salida del tren. Ese largo tiempo de espera lo pasamos sentados en un banco de un parque hasta que un copioso chaparrón nos hizo cambiar de idea, y de lugar. Agotados por la espera y con las tripas chillando, decidimos hacer un esfuerzo descomunal para nuestros bolsillos y deglutir una pizza (bastante pijotera en los ingredientes) y empinar una cervecita para brindar por el sueño hecho realidad.

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