Dos amigos decidimos animarnos a la locura. Con casi nada, salvo una enorme ilusión y muchas ganas, resolvimos que era ahora o nunca el momento de concretar nuestro sueño: recorrer el continente americano en moto. Ahí vamos.

domingo, 2 de mayo de 2010

Tiwanaku y Copacabana

Nuestro paso por La Paz fue siquiera fugaz. Cansados de la locura del tránsito y de gastar en alojamientos y comida, lo único que queríamos era salir de los centros urbanos. Queríamos conocer el Titi Kaka y queríamos conocer Tiwanaku, el centro ceremonial de la cultura tiwanakota que, más allá de alguna que otra lectura aislada, sólo referenciábamos porque allí fue posesionado como líder popular -además de cómo presidente- Evo Morales.

La Paz está metida en un valle y la vista al llegar es impresionante.

La calle Jaén tiene una sola cuadra, pero que mantiene su arquitectura colonial intacta.

En uno de los museos de la calle Jaén, se exponían unos pesebres del siglo XVIII increíblemente conservados, a pesar de que no están dentro de vitrinas de seguridad.

Hacia allí fuimos y fue, sin dudas, una de las experiencias más impactantes del viaje. La cultura tiwanakota es muy anterior a la incaica y llegó sorprendentes niveles de organización como Estado y de manejo de todo tipo de técnicas. De hecho, aparte de las excelentes obras de orfebrería en plata y oro, construyeron muchas edificaciones que aún pueden verse en varios sitios de Bolivia y Perú, la más majestuosa de las cuales es, seguramentte, el centro ceremonial Tiwanaku, en el que, aparte de los espectaculares muros de piedras talladas para que encajen a la perfección unas con otras, todavía se maniene en pie la famosa Puerta del Sol y la de la Luna, que siguen siendo lugares llenos de una profunda significación para la gente del lugar.
En Tiwanaku pasamos dos noches, tomando sopita para mitigar un poco la tremenda helada que cayó sobre nuestra carpita.

Luiggi, un amigo argentino que conocimos allí y que se dedica al cine, nos explicó -pues viene investigando sobre el tema para un proyecto en el que está embarcado- que la gente de allí ha estado prácticamente aislada durante años y que, por eso mismo, se han preservado muchas de las creencias y tradiciones que vienen desde las remotísimas épocas de los tiwanakotas. Como se supone que, además de un lugar ceremonial, Tiwanaku era un enorme complejo de observación astronómica y, de hecho, un calendario, la gente sigue haciendo ahí sus rituales en cada época de siembra y de cosecha.



Claro que, para entrar, tuvimos que previamente exponer nuestra situación de latinoamericanos a la administración, porque, como casi todos los sitios de atracción turística en Bolivia, la llegada masiva de europeos y norteamericanos ha cebado a la gente y los precios están cocinados con olor a Euro. Así que, con Luiggi, un auténtico investigador, con Marcelo munido de una libreta y su lapicera, y yo, con mi cámara y oportunamente vestido con un chaleco que me regalaron Sonia y Pablo y que soporta cualquier pesquisa, nos presentamos como un equipo de investigación periodístico-científico, e insistimos en que contemplaran nuestra situación, cosa que finalmente hicieron cobrándonos la mitad de la entrada.

En un pozo cuadrado de Tiwanaku, las paredes tienen un centenar de rostros que, según los dicen allí, representan a todos los pueblos conocidos por los tiwanakotas.Al parecer, insisten los lugareños, conocían también a...

extraterrestres! Pues algunos de los rostros, como se ve, se parecen demasiado a los que se ven en las películas de alienígenas.


Puerta del Sol.
Puerta de la Luna.

El lago sagrado

Después de dos noches de acampar a metros de la Puerta del Sol, abrigados hasta lo indescriptible para soportar unas heladas que acobardan al más pintado, empezamos nuestra salida de Bolivia. Habían pasado casi dos meses con todo tipo de experiencias y sentíamos que estábamos un poco estancados; necesitábamos sentir que seguíamos ruta, que ya estábamos a pasos de Perú.

Claro que, estar a casi nada del lago sagrado, del Titi Kaka, y no pasar por allí, aunque eso nos supusiera unas horas más de manejo, hubiera sido un desatino imperdonable. Así que optamos por cruzar a Perú por Copacabana. Y no nos equivocamos. Cuando uno divisa el lago por primera vez, es imponente. Pero a medida que uno lo va bordeando, cuando lo cruza por el estrecho que separa San Pedro de Tiquina de San Pablo de Tiquina, y cuando lo navega rumbo a la mítica Isla del Sol, no puede dejar de decirse: "¿cómo cuernos no iba a ser sagrado este lago?" No podría ser otra cosa: después de venir de horas de aridez de altiplano, a 3.800 metros de altura, se abre ese enorme mar azul rodeado de un verde que nada tiene que envidiar a nuestros lagos patagónicos y que, de noche, refleja un cielo que está tan cerca que uno hasta siente que podría rozarlo con apenas estirar un brazo y ponerse en puntas de pie.

El viaje a la Isla del Sol tiene, acaso, más un carácter simbólico que otra cosa. En realidad es poco lo que hay para ver allí, especialmente si unas horas antes uno estuvo en Tiwanaku. Es un lugar bello, sí, aunque un poco enturbiado por una inexplicable estrategia turística tan ineficaz como antipática. Como en otras partes, el turismo se ha convertido de golpe en una fuente de ingreso importante de divisas y, una de las formas de distribuirlas, es asignarle la administración de las entradas a las comunidades del lugar que, desafortunadamente, a veces están más preocupadas por el cobro que por el lugar en sí. Y en la isla, cada una te cobra en su sector, con lo cual, aunque es un paso obligado, a medida que uno avanza en una caminata extenuante de tres horas, te van cobrando por separado, sin decirte que más adelante te cobrarán de nuevo. Y cuando uno llegó a la posta en cuestión, claro, no tiene opción de decir "por acá no paso", porque ya caminó hora y media. Pequeñeces para los europeos, pero para nosotros, peso tras peso que se va y que uno hubiera evaluado si de antemano le hubieran avisado cuánto gastaba en total.

De las islas flotantes, mejor ni hablar. Una chantada mayúscula. Cuando uno espera encontrarse con las islas de totoras tradicionales se topa con unas plataformas de telgopor mal disimulado con un poco de totora encima, unas chozas hechas a la que te criaste y, eso sí, un tipo que exige un boliviano por pisar esa plataforma. No sorprende ver a la mitad de los gringos abalanzarse para sacarse fotos en eso que luego sin duda contarán como las legendarias islas flotantes.


De todos modos, nada de esto último enturbia el impacto de esas aguas mágicas, de ese enrome mar que al atardecer se funde en el horizonte con el cielo estrellado. La partida de Bolivia tenía un aire onírico, algo de místico. El Titi Kaka nos acompañaría durante todo el camino hacia Perú, despidiéndonos de a poco de un pueblo generoso, de una relidad compleja, de una experiencia intensa y llena de aprendizajes.

































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