Dos amigos decidimos animarnos a la locura. Con casi nada, salvo una enorme ilusión y muchas ganas, resolvimos que era ahora o nunca el momento de concretar nuestro sueño: recorrer el continente americano en moto. Ahí vamos.

jueves, 22 de enero de 2015

Gobernador Costa fue nuestro destino inmediato, tras partir de Perito Moreno. Pero al salir de este pueblo encontramos un negocio de venta de repuestos de moto, así que ahí nomás nos jugamos con los gastos y compramos los cuatro necesarios litros de aceite y en el taller del formoseño Jiménez (un muchacho que habitualmente trabaja en la mina de oro y plata de la zona) cambiamos el viscoso líquido y aprovechamos que nos prestó herramientas y el lugar para acortar las cadenas, que ya estaban recontra estiradas.
De ahí comenzamos la escalada, pasando por Río Mayo, previo ripio, hasta Gobernador Costa, donde pernoctamos en el camping municipal, por unos módicos 10 pesos por persona, mas otros 5 por una duchita, que José pudo aprovechar, ío no, porque cuando quise sacarle el jugo a los cinco mangos que deposité en las morenas manos de la administradora del lugar, el agüita se había esfumado.
De Gobernador Costa enfilamos mochos para Esquel, lindo lugar, pero de un nivel de costos no apto para dos motoqueros roñosos como nosotros, por lo que después de cargar combustible, comernos unos sanguchitos en el centro, y dar la vuelta del perro por la plaza, pasamos a nuestro próximo objetivo: Cholila, o mejor dicho, la bellísima Cholila, un pueblito enclavado en la montaña donde nos esperaban Demecio y Patricia, más conocida como “La Pato”, donde además de encontrar un poco de calor de hogar, nos comimos un tierno asado de “ternera” –el raro corte de tapa de pecho- y nos clavamos varias Iguanas, pa’menizar la tertulia. Para llegar a Cholila hay que desviarse unos 35 km de la ruta 40, pero el camino es verdaderamente una hermosura por sus paisajes. La verdad, es que dan ganas de irse a vivir a esos pagos (ya anduvimos averiguando precios de lotes y alquileres). El pueblito está a casi 80 km (mas o menos) de El Bolsón. La ruta 40 desde esa parte hacia el norte es realmente para disfrutar, salvo los tramos de ripio, pero eso es otra historia y a su manera (masticando tierra) también se disfrutan. En este pueblito “hipie” o “jipi” (según los cursos de la Policía Federal Argentina –Peter Capusotto-), solo nos detuvimos para disfrutar de unos verdes (léase mates) en la plaza y seguir rumbo a Bariloche, que también atravesamos sin detenernos demasiado, pues ya habíamos estado ahí más de una vez y es un quilombo. Así pues, decidimos pegarle hasta Villa la Angostura. En Bariloche compramos un pedazo de tapa de asado, una cerveza y una bolsa de leña, con la sana intención de churrasquear debajo de la primera planta que se nos cruzara en el camino. Lo cierto es que anduvimos con esas vituallas casi 30 km –haciendo equilibrio con las cosas para no perderlas- hasta que encontramos un camping a la orilla del lago. Mejor lugar no podríamos haber elegido (salvo por el costo, de 75 pesulis per cápita, que para nosotros, que veníamos pagando 10, resultaba descabellado –sobre todo para José, jeje-). Mientras las brasitas hacían su labor, el compañero armó las cañas de pescar y diligente rumbeó para el cristalino lago, para ver si anzuelaba algo para ofrecernos una opípara cena. Como era de esperar, no pescamos nada, por lo que ni bien el sol bajó, se puso la olla en el fuego y disfrutamos de unas exquisitas sopitas en sobre, más un cacho reseco de carne que había quedado arriba de la parrilla y que se salvó de milagro de ser engullida por unos perros que vagaban por el camping.  
Al otro día atravesamos Villa La Angostura, San Martín de los Andes y Junin de los Andes, para detenernos unos 25 km al norte de esta pintoresca ciudad, a la orilla de un caudaloso río, entre unos tamariscos y junto a un campamento de Vialidad. Cuando la marca extraordinaria de recorrer 40 km solo para buscar un par de birras parecía una proeza enorme y muy difícil de superar, pues el Jóse lo volvió a hacer y no solo eso, sino que superó su propio registro y anduvo 50 km con el mismo propósito, proveer al equipo de dos refrescantes Budweiser –las artesanales eran muy caras- más un “sabroso” paquete de salchichas. Yo, solito, armé la carpa, algo es algo no.
De ese solitario lugar de acampe, pusimos marcha rumbo a Chos Malal, otro punto fijado como meta para hacer noche. Ese tramo fue largo hasta Las Lajas, pasando por Zapala, donde como una excentricidad nos comimos, por fin, unas milangas con papas. Contentos porque llevábamos un ritmo parejo y todo hacía prever que llegaríamos temprano, como para buscar tranquilos un camping y comprar algo para masticar, paramos un rato a la sombra de un gran arco de rústica madera que anunciaba la proximidad de “Ciudad de Loncopué”. Después de unos minutos de boludeo, nos dimos cuenta que entre Las Lajas y Chos Malal no habíamos visto en el mapa ningún pueblo o sitio que nos llamara la atención como para hacer un alto, mucho menos una “ciudad”, obviamente. Nos miramos y sin decir palabras volvimos a chequear el trazado y, efectivamente, le habíamos pifiado de ruta. En concreto, hicimos 120 km al pedo, por lo que a Chos llegamos casi a las diez de la noche. Afortunadamente fue fácil ubicar el camping municipal y, más afortunadamente, a un carnicero que si bien ya había limpiado el mostrador, se apiadó de nosotros y nos cambió por unos pocos pesos un cacho de carne, que fue dignamente degustado como a la una de la mañana. Para esa altura del camino quien les narra esto llevaba ya dos noches durmiendo sobre el cálido piso, porque un diminuto e inhallable pinchazo inutilizó mi mullido colchón inflable. Recién dimos con el agujerito –no sean mal pensados- en Malargüe, pero la reparación duró lo que un suspiro, por lo que hasta el fin del viaje la precariedad fue la norma a la hora de conciliar el sueño. El tramo de Chos Malal a Malargüe es muy complicado, porque hay muuuuuucho ripio y en muy malas condiciones, encima las camionetas, principalmente, van como chicotazo y no les importa nada, por lo que así como hay que ir cuidándose de no salirse de la huella e irse de trompa contra el pedregullo, también hay que ir relojeando los toscazos mordidos por las ruedas de los autos y no recibir alguna en el mate.
A Malargüe llegamos a la miseria de tierra y para completar el panorama, la única nube que se dibujaba en el límpido cielo se posó sobre nuestras humanidades y descargó unos escasos milímetros, los suficientes para que quedáramos hechos unos adobones. En esta ciudad paramos en el camping municipal, el sábado por la noche, pagando “xincuenta” pesos (así escribió la recepcionista) y disfruté, por radio, del baile que ofreció la orquesta “Milito y Bou” al ritmo del “cuatro por uno”.
El domingo abandonamos la preciosa ruta 40 y comenzamos el retorno a tierras pampeanas, no sin antes detenernos un par de jornadas en San Rafael, más precisamente en el Valle del Atuel, donde disfrutamos del río y el lunes ofrecimos una fiesta por el cumpleaños de José, de la que participamos él y yo, comiendo un cojonudo y sabroso hasta el hartazgo medio chivo, bien regado.
De este pueblo por donde el Atuel pasa caudaloso y es aprovechado por las agencias de turismo para ofrecer sus servicios para la práctica de algunos deportes acuáticos, partimos el 20 rumbo a Santa Rosa, distante a casi 500 km. En el camino tuvimos algunos inconvenientes con una de las motos que fueron solucionados a lo argentino: con alambre. Ese sencillo elemento es a la mecánica, creer o reventar, como la cerveza al organismo: vital. Pasadas las siete de la tarde arribamos a Toay city, donde fuimos recibidos por la familia Rodríguez-Szelagowski (o como se escriba), con unas pizzas y mas cerveza.
Y así, queridos amigos, termina este nuevo recorrido en moto por nuestra querida Latinoamérica, en esta oportunidad, recorriendo poco más de 8 mil kilómetros por la misteriosa e inquietante Patagonia. Por lo tanto no queda más que despedirnos, agradecer a todos ustedes por la compañía y prometerles que ya vendrán otras crónicas y otras fotos, de otros viajes que ya están siendo craneados por uno de los integrantes de este equipo: “Naked” Jóse.
PD: las fotos están en el grupo de face (abierto para todos: ushuaiaidayvuelta).  Leer más...

martes, 13 de enero de 2015

 El Jóse, en Fitz Roy, felí.
 Barquito pirata en Puerto San Julián.
 Otra vez el Jóse, ahora unos kilómetros más adelante, en el acceso a Puerto Santa Cruz.
Mesmo lugar, distinto motoquero. Leer más...
 Costa de Comodoro Rivadavia, linda ciudad
El Jóse, en un simpático monumento en Caleta Olivia. Leer más...



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Ruta 40

Y si señores y señoras, amigos y amiguitas, tal lo esperado, ansiado y programado, después de dejar la isla (el 7 de enero), pusimos proa hacia el norte para remontar el final del continente, la inhóspita Patagonia, pasando una vez más por Río Gallegos (donde intenté comprar un buzo porque la única campera que llevaba me la olvidé en Ushuaia, pero no hubo caso, en el Carrefur al que fuimos solo tenían ropa para chicos, así que a remerita limpia –o no tanto- le encaré el fresco sur argentino) hasta arribar, como primera etapa, a La Esperanza. En total ese día recorrimos 400 km, 110 de ripio. Durante esa jornada el viento no fue una cosa que nos complicara la existencia, y como todo el viaje de ida por la Ruta 3 lo habíamos tenido en contra (literalmente en contra), pensamos que en la remontada lo íbamos a tener “acariciándonos” las espaldas. Pero las caricias se convirtieron en verdaderas cachetadas al segundo día, cuando camino a El Calafate nos castigó duro y parejo los 280 km hasta el glaciar Perito Moreno. A El Calafate llegamos al mediodía y lo primero que se divisa desde la mera entrada al pueblo es el aparatoso hotel de la presi, y para no herir susceptibilidades o levantar sospechas, preferimos no alojarnos allí y sí levantar la carpa debajo de una planta muy parecida a un tamarisco, a unos 50 km del glaciar. Pero eso de armar campamento fue a la vuelta de ver el hielito que, para qué les voy a contar, tienen que ir. Es de una “magnificencia” (esa fue la palabra del día de José, que usó cada vez que tuvo que describir el glaciar) que apabulla. Realmente nos quedamos con la boca abierta, más aún después de escuchar el atronador sonido cuando rompe y caen inmensos pedazos de hielo al lago (Argentino). El mirador del glaciar está a 70 km de El Calafate y el camino para llegar hasta ahí es hermoso. La entrada al parque cuesta 80 pesos y se llega hasta un amplio playón donde estacionan los vehículos. De allí salen combis gratis hasta las pasarelas, que recorren el bosque y el frente del cubito. La inmensa pared de hielo (de unos 50 metros de alto) se puede ver desde una distancia no mayor a los cien metros. Obviamente todos están (y nosotros no íbamos a ser la excepción) con el dedo en el gatillo de las cámara esperando ver caer un cacho de esa mole (obviamente, también, cae cuando uno esta pelotudeando mirando otra cosa y se pierde la foto).
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Ushuaia

Finalmente ese día y tras remendar la moto, a eso de las 8 de la tarde volvimos a salir para la frontera chilena (para porfiados, nosotros), pero después de andar una cincuentena de kilómetros, decidimos que lo mejor era desensillar hasta que aclare: acampar y reponer fuerzas, así que armamos la casita en el parque Laguna Azul (una belleza de lugar) para retomar la marcha el domingo. Cuando pasamos por el lugar del accidente, paramos para ver el pozo y a buscar el reloj que se me había saltado en el guascazo, por suerte lo encontramos. Y así amigos fue que nos adentramos en el vecino país, frío y ventoso, hasta el Estrecho de Magallanes (que debería llamarse estrecho de las toninas –una especie de delfín blanco y negro-, por la cantidad de esos bichos que andan por esas aguas), donde por unos módicos 110 pesitos un barcote nos cruzó hasta la isla, donde retomamos la difícil marcha hasta San Sebastián, primero, Río Grande, después, y Ushuaia, por fin.

En el fin del mundo recorrimos los lugares que nadie puede dejar de conocer, la cárcel, Bahía Lapataia (último punto hasta el que se puede llegar sobre ruedas), Playa Larga, sitios todos donde una fina pero persistente lluvia nos hizo de ingrata compañía. Disfrutamos una cervecitas en un bar irlandés, comimos cordero patagónico y algunos pescaditos, nos cagamos de risa de las cosas buenas y de las malas, y así seguimos. Hoy (miércoles) escribo esto en San Sebastián (límite en la isla entre Argentina y Chile), donde pernoctaremos y recobraremos fuerza tras una jornada con un viento como jamás en mi perra life había visto. Mañana queda el difícil tramo de ripio (si alguien sabe hacer masajes, prometo pagar cada sesión con sahumerios de El Bolsón y mermelada de rosa mosqueta de Cholila), y quizá, solo quizá, porque en estos viajes no se puede programar demasiado, también comencemos a remontar la encantadora ruta 40. Abrazo a todos y todas.


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Mas viaje, mas viento

Y así, como comiendo bichitos, nos fuimos adentrando en la patagonia rebelde, con un ritmo de marcha demoledor y sin mucho detalle para dar, ya que la ruta no da para demasiados comentarios, solo decir que es muy disfrutable (si no fuera por el constante viento del sur). Decidimos hacer campamento en Caleta Olivia, previo paso, obviamente, por Comodoro Rivadavia, una bellísima ciudad por lo menos desde lo que se ve al atravesarla siguiendo el recorrido de la ruta 3. Caleta Olivia está junto al mar y no hay mucho más que decir sobre ella. Ahí paramos en una estación de servicio y reanudamos la travesía hasta Puerto Santa Cruz (antigua capital de la provincia), no sin antes detenernos un buen tiempo en Puerto San Julián, con la peregrina esperanza de encontrar una fonda donde degustar los tan ansiados frutos del mar. El intento quedó en eso, porque no encontramos ni siquiera una panchería abierta. Ahí sí que no andaba ni el gato de Pirucha. En Puerto Santa Cruz, para no variar, armamos en una YPF las carpas, apuntando las puertitas a un tremendo cerro que corona el fin de la ciudad (pueblo, mas precisamente).
Decidimos al otro día arrancar bien temprano para intentar llegar durante esa jornada al Estrecho de Magallanes y poner pié en Tierra del Fuego. Todo fue viento en popa (sobre todo viento) hasta Río Gallegos (donde la presencia K se manifiesta en toda su magnitud con enormes carteles de él y ella a lo largo de la ancha y larga avenida de ingreso, de 25 km). Pero quiso el destino, amigos, que la jornada terminara de un gris renegrido, pues quien aquí les cuenta esto, salvó su mísera existencia de purito milagro (o, en paisano, de puro orto). No pensaba poner nada sobre el accidente para no preocupar a nadie (todos menos un par se enterarán de lo sucedido a través de estas líneas), pero coincidimos con el cumpa Jóse, que los viajes están hechos de cosas buenas y de las otras, y que así como contamos unas, también tenemos que contar las malucas.
 Un tropezón es caída
Lo cierto es que ese día, que habíamos madrugado como nunca y llevábamos un ritmo envidiable (íbamos a los pedos), y siendo las 3 de la tarde, mas o menos, a unos 60 kilómetros al sur de Río Gallegos y estando a apenas 9 de la frontera con Chile (ya lo teníamos, ya lo teníamos), en un puentecito que de lejos no representaba ninguna amenaza, de hecho José lo cruzó sin mayores inconvenientes, la rueda delantera de mi moto se incrustó en un pozo con tanta violencia que me arrancó el manubrio de las manos y comenzó a hacer un zigzag espantoso a lo largo de unos 15 metros, para luego irme de trompa contra el asfalto: yo por un lado y la moto por otro. Para que se den una idea, y no voy a exagerar, fui dando vueltas sobre el pavimento un tramo interminable (recuerdo que un par de veces me quise levantar pensando que ya había frenado pero lo cierto es que no hacía más que hacer más aparatosa la voltereta y seguía con la inercia del movimiento), para terminar, por fin, en lo hondo de la pedregosa banquina de mi carril. La moto, esto lo chequeamos después con José, terminó a unos 40 metros del puentecito bien en el medio del carril contrario. Tal fue el porrazo, que el traje quedó hecho jirones en los codos, la espalda, los antebrazos y los hombros (pedazos de tela desprendidos), y el pantalón con dos tremendos agujeros en cada cachete del culo, además de rajaduras en las rodillas. En conclusión, yo solo tuve un raspón en la cadera (con poca sangrita), pero con unos dolores corporales que aún hoy (a cuatro días del accidente) padezco enormemente, pero nada que no se pueda mitigar con un par de analgésicos. Ahhh me olvidaba, también en el casco quedaron las huellas del encontronazo con el duro pavimento, con rayones profundos en la frente y la mica partida. Gracias al cielo en el momento de la caída no venía ningún vehículo ni atrás ni de frente, porque sino otro hubiera sido el final. (Espero que mi vieja no lea este blog)
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