Dos amigos decidimos animarnos a la locura. Con casi nada, salvo una enorme ilusión y muchas ganas, resolvimos que era ahora o nunca el momento de concretar nuestro sueño: recorrer el continente americano en moto. Ahí vamos.

martes, 13 de enero de 2015

Tal y como lo habíamos anunciado, el martes 30, tempranito, arrancamos la expedición hacia tierra Ona, no sin algunos contratiempos que surgieron a horas de la partida, incluyendo una caída brusca pero sin mayor gravedad que la que pueden significar un par de moretones, varios raspones y algunas heridas internas, dolores todos que fueron convenientemente mitigados con una batería de Actrones plus-ultra-recargados, tal como nos aconsejó la página web “eldoctorencasa.com.bel” a la que recurrimos para no gastar en consultas médicas, más allá de que uno de los pinchazos que sentía el amigo José indicaba que una costilla podría estar amenazando un pulmón. Nos aferramos sin demasiados argumentos al potencial “podría” y le metimos para adelante, total, pulmones tiene dos. Y no solo eso, también las máquinas amagaron con frustrarnos la salida, una de ellas, la de quien esto escribe, comenzó a perder aceite por uno de los barrales, por lo que visitamos la pagina web “mimotolaarregloyo.com.col” y, según los síntomas, inferimos (no estaban muy claras las especificaciones) que el desperfecto no era de gravedad, total, barrales tiene dos. También a escasos días de salir, un cajero automático me retuvo la tarjeta de débito, y como el señor link me inhabilitó cualquier maniobra on line, y me prometió que me daría un nuevo plástico pasados los diez días hábiles (que en diciembre fueron bien pocos), no me quedó más remedio que pedir plata prestada al sitio “otraveztebancoyo.ari.el” para solventar las minucias del recorrido. Pero eso no es todo, amigos, porque cuando apenas llevábamos recorridos unos 400 km, la moto del compañero comenzó a largar un raro humito del motor que primero no quisimos mirar, porque no sabíamos que hacer con él, pero que al poco rato debimos inevitablemente atender, porque el humo se había convertido en una humareda digna de atención. La primera conclusión fue, “se cagó el motor”, por lo que nos sentamos debajo de unos álamos a la entrada de General Conesa, a esperar que se enfriara el candente aparato para después meterle mano, que para nosotros esto se limita a medirle el aceite. En concreto el nivel del viscoso líquido estaba dentro de los paramentos normales (normales a vuelo de pájaro, porque las motitos vinieron sin ningún tipo de manual), así que ahí se nos quemaron los papeles en cuanto a revisión y detección de problemas. Si tiene aceite, metámosle, dijimos, total, que le puede pasar, si estos bichos funcionan a aceite y nafta. Cuando quisimos reanudar la marcha saltó el inconveniente: el encendido eléctrico no funcionaba, por lo que colegimos que de ahí salía el humillo. El problema lo solucionamos fácil: empujando la moto. Y así lo hicimos una decena de veces, es decir en cada parada en estaciones de servicio. Pero la “suerte” no duró mucho, porque unos kilómetros más adelante, en la gris Sierra Grande, en una de las tantas paradas, del motor, de la misma moto, comenzó a salir a chorros un líquido negro que no nos llevó mucho tiempo descifrar de qué se trataba: aceite (nunca vi nada tan parecido a un perro meando). La única solución técnica que se nos pasó por la cabeza, después de ensayar un par de puteadas en su mayoría a Zanella y MotoZuni (que nos vendió los bólidos), fue preguntarle a un playero por un taller, en lo posible de motos. “Siiii, llamalo al ‘Beto’”, nos propuso un viejito que no pudimos descifrar qué función cumplía en la estación después de estar varados ahí más de dos horas, tiempo en el que nos contó parte de su vida, principalmente su experiencia como minero en los socavones de hierro que ahora explotan los chinitos. (Ahhh cómo no se nos ocurrió llamar al “Beto”, dijimos, sin tener ni pajolera idea de quién es el “Beto”). Ya munidos del numerito de teléfono nos comunicamos con el ignoto mecánico, quien nos dijo “en media horita estoy ahí”. Y efectivamente, en un poco más de ese tiempo, el hombre apareció y con su ojo clínico y un pase de chamán diagnosticó “rotura de reten, sin vuelta de hoja”. Nos miramos con el Jóse y dijimos, “cagamos” eso suena a “hayquedesarmarelmotor”. Lo cierto es que llevamos la máquina hasta el taller del “Beto”, y en poco menos de dos horas la tuvo lista, improvisando soluciones con algunos repuestos de otras motos y con un poco de maña de autodidacta, todo eso mientras nos contó su vida, su experiencia como cantante de música melódica, de su pasión por el charango (por ahora en etapa de aprendiz), de pescador, de padre de nueve hijos, y de corredor de motocicleta, entre otras cositas. La verdad, un capo el “Beto”, nos sacó de un apuro y nos cobró re barato, a pesar de haberle cagado el almuerzo y la siesta. Así, después de cuatro largas y angustiantes horas en Sierra Grande, partimos nuevamente hacia el sur, teniendo como primer destino Puerto Madryn. El viento que sopló esa tarde nos hizo flamear hasta las más firmes convicciones (que no son muchas). La verdad que fuimos literalmente con las motos recostadas porque las ráfagas eran, no quiero exagerar,  de la gran puta. A media tarde decidimos hacer noche en Rawson, a donde llegamos tiritando de frío y con las primeras gotas mojando nuestras a esa altura doloridas humanidades. En una estación de servicio nos dejaron armar la carpa debajo de un estacionamiento, y para festejar el fin de año, compramos una docena de empanadas (media de jyq y media de poio) y una cerveza descartable, de todo lo cual dimos cuenta minutos después de las 21, para luego irse cada uno a su carpa (en mi caso carpita) a dormir y esperar el nuevo año. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario