Ruta 40
Y si señores y señoras, amigos y amiguitas, tal lo esperado,
ansiado y programado, después de dejar la isla (el 7 de enero), pusimos proa
hacia el norte para remontar el final del continente, la inhóspita Patagonia,
pasando una vez más por Río Gallegos (donde intenté comprar un buzo porque la
única campera que llevaba me la olvidé en Ushuaia, pero no hubo caso, en el Carrefur
al que fuimos solo tenían ropa para chicos, así que a remerita limpia –o no
tanto- le encaré el fresco sur argentino) hasta arribar, como primera etapa, a
La Esperanza. En total ese día recorrimos 400 km, 110 de ripio. Durante esa
jornada el viento no fue una cosa que nos complicara la existencia, y como todo
el viaje de ida por la Ruta 3 lo habíamos tenido en contra (literalmente en
contra), pensamos que en la remontada lo íbamos a tener “acariciándonos” las
espaldas. Pero las caricias se convirtieron en verdaderas cachetadas al segundo
día, cuando camino a El Calafate nos castigó duro y parejo los 280 km hasta el
glaciar Perito Moreno. A El Calafate llegamos al mediodía y lo primero que se
divisa desde la mera entrada al pueblo es el aparatoso hotel de la presi, y
para no herir susceptibilidades o levantar sospechas, preferimos no alojarnos
allí y sí levantar la carpa debajo de una planta muy parecida a un tamarisco, a
unos 50 km del glaciar. Pero eso de armar campamento fue a la vuelta de ver el
hielito que, para qué les voy a contar, tienen que ir. Es de una
“magnificencia” (esa fue la palabra del día de José, que usó cada vez que tuvo
que describir el glaciar) que apabulla. Realmente nos quedamos con la boca
abierta, más aún después de escuchar el atronador sonido cuando rompe y caen
inmensos pedazos de hielo al lago (Argentino). El mirador del glaciar está a 70
km de El Calafate y el camino para llegar hasta ahí es hermoso. La entrada al
parque cuesta 80 pesos y se llega hasta un amplio playón donde estacionan los
vehículos. De allí salen combis gratis hasta las pasarelas, que recorren el
bosque y el frente del cubito. La inmensa pared de hielo (de unos 50 metros de
alto) se puede ver desde una distancia no mayor a los cien metros. Obviamente
todos están (y nosotros no íbamos a ser la excepción) con el dedo en el gatillo
de las cámara esperando ver caer un cacho de esa mole (obviamente, también, cae
cuando uno esta pelotudeando mirando otra cosa y se pierde la foto).
Ahí estuvimos un par de horas y al regreso encontramos, unos
20 km antes de El Calafate, un lugarcito debajo de un puente con un par de
frondosas plantas. Allí nomás metimos las motos, armamos el toldo y como
veníamos con un frío acumulado de varios días, encendimos una fogata con el
ramerío que a lo bizcacha recolectamos por los alrededores. Para comer solo
teníamos media bandeja de fiambre que nos había sobrado del almuerzo y un poco
de pan. “Que bueno sería tomarse una cervecita”, dije, por decir algo nomás, de
puro aburrido. Y sin pensarlo demasiado, José se ofreció para recorrer 40
kilómetros y buscar un par de botellas de ese líquido vital. Y no solo eso,
sino que apareció con más fiambrito y otras vituallas. Esa noche nos dimos un
festín que ni siquiera el nauseabundo olor podrido que largaba un perro muerto
pudo empañarnos la jornada.
Al otro día, y después de pasar un frío contundente en la
carpita, nos pusimos en marcha rumbo a Gobernador Gregores, a 300 km, 85 de ellos de ripio, viento y muchas
puteadas (tardamos poco mas de tres horas en cruzarlo). Los mapas mas nuevos,
incluso los que aparecen en Internet, están desactualizados, porque muchos
tramos que aparecen como ripio ya están asfaltados, de hecho los 160 que
figuran de tierra, en realidad son actualmente 85 entre Tres Lagos y Gob.
Gregores. Este pueblo, amigos, está en el medio del paisaje patagónico y es
barrido cada día con unos vientos de la gran siete. A nosotros nos llamó la
atención cuando llegamos que casi no nos podíamos mantener en pié por las
fuertes ráfagas, pero por lo que nos comentó un playero, ese día estaba lindo,
“feo es cuando sopla viento”, dijo.
En Gob. Gregores paramos en un camping municipal, totalmente
gratis y donde nos pudimos dar una duchita con agua hirviendo. De ahí partimos
rumbo la localidad de Perito Moreno, un tramo de 340 km todo de asfalto nuevo,
pero con un viento hermanito, que para que te cuento!!. Yo la verdad que no
entiendo nada. O nosotros tenemos mucha mala suerte o los brasileros que
también recorren la Patagonia en moto tienen demasiada, porque no hubo jornada
en que los ventarrones no nos despeinaran el flequillo, mientras que los
verdeamarelos… como paseando, che.
En fin, amigos y amigas, lo que podemos decir a esta altura
del recorrido (hoy escribo sentado en un cómodo salón de un camping municipal
(10 pesitos per cápita) de Perito Moreno mientras José se fue a buscar unos
churrascos pa’tirar al fuego), es que la Ruta 40 no es para cualquiera, y menos
para cualquiera que quiera hacerla en moto, y menos para cualquiera que quiera hacerla
en una moto sin amortiguación y con la rueda chanfleada. Pero hay cada paisaje!
La pucha que vale la pena estar vivo! (esto lo grite para vos en la cima de un
cerro en el medio de la nada, CC). Mañana, lunes 12, creo que es 12, saldremos
rumbo a Gobernador Costa, a 350 km de este lugar y a unos 180 km de Esquel. Un
dato que hay que tener en cuenta, por lo menos para los que vayan a aventurarse
por estas pampas ventosas en moto, es tener la precaución de cargar un bidón de
combustible, porque las estaciones de servicio están muy espaciadas y no
siempre tienen nafta. No se pueden calcular las distancias en base a los
consumos normales de los vehículos de dos ruedas, porque el viento es un factor
determinante. Otro dato es que no por ser Patagonia la nafta esta barata. Si
bien en las estaciones de servicio de YPY no supera los 9 pesos el troli, en
las que están en los pueblitos o perdidas en la inmensidad, el precio sube
hasta casi los 15 patacones. Y como no queda otra que cargar ahí, hay que
agachar la cerviz y ponerse como un duque.
Y así, entre vientos que sacan de quicio, interminables
llanuras que invitan a la mansa contemplación, montañas grises y resecas
adornadas con pequeños matojos chatos y algún que otro puñado de blancas
margaritas que crecen hermosas desafiando la crudeza del clima; entre glaciares
eternos y fértiles valles; entre indómitos guanacos y elegantes avestruces,
leales mascotas por estas tierras de doña soledad, fuimos día tras día abonando
con entusiasmo y entre risas la rara flor de la amistad.
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