Dos amigos decidimos animarnos a la locura. Con casi nada, salvo una enorme ilusión y muchas ganas, resolvimos que era ahora o nunca el momento de concretar nuestro sueño: recorrer el continente americano en moto. Ahí vamos.

martes, 13 de enero de 2015

Mas viaje, mas viento

Y así, como comiendo bichitos, nos fuimos adentrando en la patagonia rebelde, con un ritmo de marcha demoledor y sin mucho detalle para dar, ya que la ruta no da para demasiados comentarios, solo decir que es muy disfrutable (si no fuera por el constante viento del sur). Decidimos hacer campamento en Caleta Olivia, previo paso, obviamente, por Comodoro Rivadavia, una bellísima ciudad por lo menos desde lo que se ve al atravesarla siguiendo el recorrido de la ruta 3. Caleta Olivia está junto al mar y no hay mucho más que decir sobre ella. Ahí paramos en una estación de servicio y reanudamos la travesía hasta Puerto Santa Cruz (antigua capital de la provincia), no sin antes detenernos un buen tiempo en Puerto San Julián, con la peregrina esperanza de encontrar una fonda donde degustar los tan ansiados frutos del mar. El intento quedó en eso, porque no encontramos ni siquiera una panchería abierta. Ahí sí que no andaba ni el gato de Pirucha. En Puerto Santa Cruz, para no variar, armamos en una YPF las carpas, apuntando las puertitas a un tremendo cerro que corona el fin de la ciudad (pueblo, mas precisamente).
Decidimos al otro día arrancar bien temprano para intentar llegar durante esa jornada al Estrecho de Magallanes y poner pié en Tierra del Fuego. Todo fue viento en popa (sobre todo viento) hasta Río Gallegos (donde la presencia K se manifiesta en toda su magnitud con enormes carteles de él y ella a lo largo de la ancha y larga avenida de ingreso, de 25 km). Pero quiso el destino, amigos, que la jornada terminara de un gris renegrido, pues quien aquí les cuenta esto, salvó su mísera existencia de purito milagro (o, en paisano, de puro orto). No pensaba poner nada sobre el accidente para no preocupar a nadie (todos menos un par se enterarán de lo sucedido a través de estas líneas), pero coincidimos con el cumpa Jóse, que los viajes están hechos de cosas buenas y de las otras, y que así como contamos unas, también tenemos que contar las malucas.
 Un tropezón es caída
Lo cierto es que ese día, que habíamos madrugado como nunca y llevábamos un ritmo envidiable (íbamos a los pedos), y siendo las 3 de la tarde, mas o menos, a unos 60 kilómetros al sur de Río Gallegos y estando a apenas 9 de la frontera con Chile (ya lo teníamos, ya lo teníamos), en un puentecito que de lejos no representaba ninguna amenaza, de hecho José lo cruzó sin mayores inconvenientes, la rueda delantera de mi moto se incrustó en un pozo con tanta violencia que me arrancó el manubrio de las manos y comenzó a hacer un zigzag espantoso a lo largo de unos 15 metros, para luego irme de trompa contra el asfalto: yo por un lado y la moto por otro. Para que se den una idea, y no voy a exagerar, fui dando vueltas sobre el pavimento un tramo interminable (recuerdo que un par de veces me quise levantar pensando que ya había frenado pero lo cierto es que no hacía más que hacer más aparatosa la voltereta y seguía con la inercia del movimiento), para terminar, por fin, en lo hondo de la pedregosa banquina de mi carril. La moto, esto lo chequeamos después con José, terminó a unos 40 metros del puentecito bien en el medio del carril contrario. Tal fue el porrazo, que el traje quedó hecho jirones en los codos, la espalda, los antebrazos y los hombros (pedazos de tela desprendidos), y el pantalón con dos tremendos agujeros en cada cachete del culo, además de rajaduras en las rodillas. En conclusión, yo solo tuve un raspón en la cadera (con poca sangrita), pero con unos dolores corporales que aún hoy (a cuatro días del accidente) padezco enormemente, pero nada que no se pueda mitigar con un par de analgésicos. Ahhh me olvidaba, también en el casco quedaron las huellas del encontronazo con el duro pavimento, con rayones profundos en la frente y la mica partida. Gracias al cielo en el momento de la caída no venía ningún vehículo ni atrás ni de frente, porque sino otro hubiera sido el final. (Espero que mi vieja no lea este blog)

Cuando me pude levantar, lo primero que hice fue mirar adónde estaba, en qué parte de la ruta, después salí corriendo (fue un alivio sentir que los huesos estaban en su lugar y enteros) a sacar la moto del carril contrario, lo cual no fue sencillo porque esos bichos son pesadísimos, más con las maletas laterales. Puse en neutro la caja de cambios e intenté moverla, lo que logré a medias, porque uno de los barrales (tubos de acero inoxidable gruesos y duros sobre los que se sostiene la amortiguación delantera) había quedado hecho, prácticamente, una “u”. Obviamente el faro delantero, el guardabarro y el parabrisa se hicieron añicos, restos de los cuales quedaron esparcidos por el lugar. Me senté al costado de la ruta y cabeza (con casco puesto) entre las manos pensé en un par de cosas y algunas imágenes me revolotearon la sesera. Básicamente no lo podía creer. A los pocos minutos llegó el compañero (que iba adelante) y no daba crédito a lo que veía. Después de asegurarnos que todo estaba más o menos en su lugar (un brazo a cada costado, las piernas abajo, la mollera en la punta del cuello y los riñones aparentemente prendidos al costillar), nos pusimos a tratar de enderezar la moto (a patadas y con un palo haciendo de palanca)  como para desandar los 60 km y buscar un taller en Gallegos (para colmo era sábado a la tarde). Como pudimos, logramos que la rueda girara y que más o menos se pudiera manejar. Así, a paso de hormiga, llegamos a la ciudad y lo único que encontramos abierto fue una gomería. Afortunadamente el gomero era más gaucho que la alpargata (aunque sin mucha idea sobre el tema motos) y con sus herramientas sacamos el barral torcido. Primero lo quisimos enderezar a martillazos (chicos, esto no deben hacer en sus casas) y como la empresa resultó imposible, Mario, el gomero, propuso llevarlo a lo de un conocido feliz poseedor de una autógena. Pues eso hicimos, y con el calor el duro metal fue cediendo y si bien no quedó derecho, tampoco quedó muy combado, aunque sí lo suficiente para que el recorrido del amortiguador solo sea de un par de centímetros, cuando debe ser de más de diez.
También las maletas se descuajeringaron por el impacto (las dos, lo que da una idea que la moto dio un par de tumbos), así que a martillazo limpio las fuimos acomodando. En conclusión, desde ese día, mi moto no tiene amortiguación delantera, por lo que cada pequeño desnivel, pozo, rajadura de asfalto o lumbrí que se cruza repercute directamente en mis brazos y por añadidura, en mis hombros y espalda.  Ni les cuento lo que fue hacer los mas de cien kilómetros de ripio en la parte chilena (me atragantaba con los mocos, las lágrimas de dolor y la tierra). Pero bueno, más allá de todo eso, el viajecito bien… el año que viene nos anotamos en el Dakar, total, que más duro puede ser. Además se dobló la llanta o se deformó el neumático, no se bien, lo cierto es que desde hace mil kilómetros vengo bailando a lo Ricky Maravilla (moviendo los hombritos a un ritmo que ni les cuento).


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