El tipo podría pasar tranquilamente por un vendedor de limonada en una esquina cualquiera de Cartagena de Indias. Pero no; el hombre se pasea entre la gente, por la calle y las veredas, con su cuello recostado hacia un lado apoyando su barbilla sobre la barnizada madera de su impecable instrumento. Camina y lo hace sumido en una seriedad que lastima, pero en realidad es parte de su puesta en escena, porque de sus dedos ágiles el sonido brota como manantial, poniéndole “candela” a la salsa que el resto de la banda -morenos todos- derrocha con esa alegría que tan sólo los caribeños destilan contagiosamente. El ignoto violinista, que a fin de cuentas de él estamos hablando, rompe imprevistamente los límites del escenario montado en unos de los costados del atestado “Café Habana” y, viendo que afuera mucha gente quedó sin la oportunidad de limar el suelo con sus lustrados zapatos (entre esas personas nosotros, que tenemos una pinta de reos escalofriante y que no ingresamos sencillamente porque estamos más secos que un pasa de uva), sale al aire libre y se mezcla en esa pequeña multitud que lo mira entre asombrado y admirado por su destreza con esa cajita hueca.
Algunos lo aplauden, otros se limitan a observarlo con los ojos como el dos de oro y no pocos se atreven a bailar ahí nomás, sobre los adoquines de la caliente acera de la histórica ciudad amurallada. Este singular acontecimiento transcurre una calurosa noche cualquiera de las desgraciadamente pocas que estuvimos en este maravilloso lugar. La escena es magnífica, porque la “unánime noche” de Cartagena tiene todo lo que uno puede esperar y todo lo que uno por años ha imaginado que puede tener. Salsa brotando de todos los “wines”, salones con bandas en vivo que hacen delirar a hombres y mujeres aunados en un solo cuerpo, morenas que con solo caminar irradian una sensualidad que a uno le castiga en la piel y muchos otros detalles que sinceramente hacen de este lugar “el lugar” en el mundo.
Señores, amigos, si una ciudad nos ha parecido el paraíso (o directamente el infierno, no sólo por el candente clima sino porque con esas negras hermosas uno está irremediablemente invitado y expuesto al constante pecado), esa ciudad es la colombiana Cartagena de Indias. Pero no todo lo que brilla es oro, compañeros, porque el ingreso a esta ventana al mar Caribe no dista mucho del panorama que ofrecen tantas otras ciudades latinoamericanas: mototaxis al por mayor, colectivos que no respetan parada alguna, taxis que viborean entre multitudes de personas que se encomiendan al santo de turno para cruzar la calle y miles de puestos ambulantes que ofrecen todo lo que uno no necesita en esta sacrificada vida.
Pero para llegar a Cartagena de Indias, queridos amigos, tuvimos que andar cientos de kilómetros, recorrer varias ciudades cargadas de gente e innumerables pueblecitos brotados a la vera de los caminos.
El ingreso a la hermosa Colombia lo hicimos a fines de mayo en el paso de Ipiales. Si hubo un clima que no debimos padecer demasiado a lo largo de los 13 mil kilómetros recorridos, ese clima fue el lluvioso. Pero este país nos tenía preparado para cada uno de los días un inesperado aguacero que si bien no nos arruinó la fiesta, sí nos limitó bastante la marcha.
La primera ciudad grande sobre la que pusimos pie en tierra fue Cali, capital mundial de la salsa. Pero allí no permanecimos más que contados minutos, sólo los que nos demandó un fugaz paso por el centro y el derrame de abundante sudor para atravesar sus atestadas calles.
El peligro, ni en la esquina
Queridos amigos, si de algo nos habían advertido hasta el hartazgo en todos los lugares por los que anduvimos en este viaje fue que Colombia es muuyyyyy peligrosa; pero nosotros, bueno es reconocerlo, no encontramos otra cosa que gente amable, cariñosa, respetuosa y muy interesada, además de sorprendida, por nuestra aventura. En ningún momento tuvimos que padecer situaciones desagradables. Es más, si tuviéramos que destacar un lugar en el que nos hemos sentido realmente tranquilos y bien acogidos ese país fue Colombia.
Si hay algo que nos llamó poderosamente la atención desde el mismísimo momento en que comenzamos a rodar por las rutas de Colombia fue la enorme cantidad de militares que custodian estas vías y, particularmente, los puentes. No exageramos nada si decimos que cada 50 kilómetros hay retenes militares en las carreteras y, de esto nos enteramos después, que esos mismos milicos están protegidos por una enorme cantidad de compañeros que los miran escondidos entre la selva o en las montañas. Esta desmedida (o no) cantidad de hombres de verde olivo tienen por función proteger las rutas y a los que las atraviesan de los ataques de la guerrilla. Incluso en las largas charlas que tuvimos con los jóvenes militares que nos pararon innumerables veces en el recorrido, nos dejaron en claro que mantener escaramuzas con guerrilleros era, sino cosa de todos los días, sí algo medianamente frecuente.
El colombiano común es una persona afectuosa y carismática, muy interesada en que la estadía del forastero en su país sea lo más agradable posible, quizá como una forma inconsciente de borrar la mala fama que tiene esta castigada región. En Bogotá, a modo de ejemplo, no hubo un semáforo en el que no se nos acercara algún automovilista y nos preguntara de dónde veníamos. Al responderles que de Argentina, se sorprendían y exclamaban “¿en moooooto? Pero que ‘verraco’ estos ‘manes’; muy ‘chébere’ su aventura, que Dios los acompañe y bienvenidos a nuestro país”.
Otro de los destinos de este viaje fue, como hemos dicho, la ciudad de Bogotá, lugar en el que nos estaba esperando María Fernanda, una joven “costeña” muy bonita que nos alojó en su departamento y, para deleite de nuestros ojos, bailó, en una improvisada fiesta en la que abundó el aguardiente, “champeta” e intentó hacernos aprender algunos vericuetos de esa música muy parecida al reggaetón, pero cuya danza es híper-sensual. Allí conocimos también a sus amigos y a su hermano Sergio, todos quienes nos trataron muy bien durante un par de días. En esta enorme ciudad, cuyas calles y plazas recorrimos gustosos justo los días previos a las elecciones presidenciales (de las que resultó victorioso –en segunda vuelta- el pichón de Uribe, Juan Manuel Santos), visitamos el Museo del Oro, un espacio enorme que alberga, como su nombre lo indica, piezas de oro de la época prehispánica de una belleza arrolladora. Medellín, desde mi punto de vista, creo que Ramiro coincide en esto, es, después de Cartagena, la ciudad más linda que hemos visto, no por su casco urbano en sí, sino por el lugar en el que está enclavado. Uno llega a esta enorme urbe por unas carreteras que zigzaguean entre pronunciados cerros y desde una altura que mete miedo ve, perdido en el fondo del abismo y entre blancos nubarrones, los millones de casas que conforman la gran ciudad que muchos y por mucho tiempo ligamos (¿injustamente?) al nombre de Pablo Escobar. Toda la región que rodea a Medellín es hermosa y uno imagina que de tener un mango extra en el bolsillo no sería mala idea comprar una de las tantas casitas campestres que se ven perdidas entre el nutrido follaje que reviste las montañas.Amigos, no somos de dar concejos a nadie, pero si realmente quieren conocer un país de una belleza particular, no dejen de visitar Colombia, no sólo por sus paisajes, sino por la gente que lo habita, cuya muy agradable forma de ser contrasta notablemente con lo que vimos antes y con lo que veríamos después.
Después de andar miles de kilómetros por esta región caímos en Turbo, un pueblo no muy lindo ubicado en la costa del Golfo de Urabá. Hasta allí llegamos con la intensión de embarcar nuestras motos rumbo a Colón, en Panamá (es la única forma de cruzar el Darién e ingresar al centroamericano país, ya que no existen rutas para hacerlo). Después de unos días de averiguaciones, contactamos a un tal “Teo”, dueño de un barco que estaba dispuesto a hacernos el “favor” de transportarlas, previo depósito en sus morenas manos de 400 dólares. La decisión de pagar esa suma, que es una fortuna para nosotros, fue todo un reto, y recién lo resolvimos luego de un frustrado intento de vender las máquinas al primero que nos hiciera una oferta (con carteles de “SE VENDE” pegados en las maletas anduvimos toda una tarde por el pueblo). Subir esas motos a la embarcación fue un sufrimiento (para los nervios y para el bolsillo), pero allí quedaron, en la bodega del “Doris Gill”, con la promesa de salir un par de días después rumbo a la costa panameña. Lo cierto es que, mientras escribo esto, es decir a casi una semana de la fecha en la que el maldito barco tendría que haber llegado, de las motos ni noticias.
Después de dejar los bólidos en “buenas manos”, partimos nosotros rumbo a la frontera Colombia – Panamá. El viaje nos demandó de dos largas horas a bordo de una lancha lo más parecido a una lata de sardinas que he visto en mi vida. En ese minúsculo aparato viajamos 32 personas en seis filas de asientos ocupadas cada una por cinco tipos (los otros dos no sé dónde estaban metidos). A mí particularmente me tocó una fila poco afortunada, ya que mis vecinos de banca eran cuatro personas nada flacas, entre ellas, justo a mí lado, una señora entrada en kilos que llevaba en brazos a su pequeña hijita. Lo cierto es que la lancha iba a los pedos y yo exprimido entre mis compañeros de viaje y a punto de expulsar las tripas en cada bandazo que el cascarón daba contra el oleaje. Mientras la nena lloraba desconsoladamente, la madre charlaba con sus amigas que iban atrás a los gritos y a dos centímetros de mi oreja. (En esos instantes yo miraba hacia el asiento en el que iba Ramiro, y lo veía cómodamente ubicado, con sus rulos al viento y su mirada protegida por oscuras gafas oteando el horizonte, evidentemente disfrutando de la travesía –lo que me indignaba aún más-).
Cuando la nena se cansó de llorar -después de que la madre le atajara diestramente un par de veces con una toalla el vómito que amenazaba con bañarme entero-, se durmió, con tanta mala fortuna que una pesadilla invadió sus sueños y me reventó a patadas, mientras la madre, con una mirada me decía “que le vamos a hacer, es una nena”. Y eso no fue todo, porque en el asiento ubicado justo frente a mí iba una joven pareja que a mitad del viaje no se le ocurrió mejor idea que ponerse a comer papas fritas. Verlos besarse a escasos centímetros de mí con sus trompas llenas de sal no fue tan terrible como soportar las migas que arrastraba el viento a mis ojos cada vez que ellos se llevaban un puñado a la boca. Afortunadamente Capurganá, el fin del viaje, me tenía reservado un premio más que estimulante. Esta población colombiana está ubicada a la orilla de una tranquila bahía, cuyas aguas no solo son calientes, sino que, además, son clarísimas y uno ve el fondo del mar y los peces sin más trámites que mirar hacia abajo. Allí permanecimos un par de días, disfrutando a pleno. Uno de esos días coincidió con el primer partido de Argentina y con mi cumpleaños, por lo que esa noche el festejo fue doble y nos jugamos enteros: cenamos tallarines (y no arroz con plátanos, que es nuestra dieta desde hace meses).
Fue en Capurganá que también conocimos a otro argentino que viaja hacia el norte, Antonio, que nosotros apodamos “Arturo” porque nunca nos acordábamos el nombre y que él aceptó como propio, resignado al equívoco. “Arturo” -que es un tipo al que las circunstancias de la vida lo han llevado, sin quererlo él, a conocer medio mundo, es un personaje para escribir un libro-. Con él viajamos un largo trecho y nos separamos recién en Panamá City, donde nosotros nos quedamos un tiempo, mientras el ponía proa a México, con destino a EEUU.
Esta bella mini población (Capurganá) fue la última partícula de tierra colombiana que pisamos antes de partir hacia Puerto Obaldía, la entrada a Panamá, país que nos tendría reservada otras aventuras, incluido un duro viaje de cuatro días a bordo de un barco de cargas, pero eso, queridos amigos, eso es otra historia.
Hola Chicossss,
ResponderEliminarSIIIIIIII, Cartagena es HERMOSAAAAAA, estuve ahí por febrero del 2007,en Bogotá cerca del museo del oro hay un restaurante deun flaco de La Plata, genial el tipo, respecto de la casa de Marquez, es una pintada de color salmón, o terracota pegada a la muralla de Cartagena, luego les mando una foto de ella al mail, nosotros paramos en el hotel Decámeron, es una cadena de hoteles que creó un argentino.
Me alegro muchísimo que sigan disfrutando de esas maravillas, no se si fueron al fuerte que está a la entrada de Cartagena,además de ser una maravilla, también se puede apreciar la pobreza que hay en la zona.
Lo que si, me dejaron helado con el tema que no hay rutas desde Colombia hacia Panamá.
Un GRAN ABRAZOOO, desde Bahía
Excelente muchachos, de esto hay que hacer un librillo.
ResponderEliminarQué gratificante leerte Marce.
ResponderEliminarGato
Coincido con los comentarios anteriores, un placer leerte Chelo y mínimo un librito de esta fascinante travesía...Me enterneció mucho la foto de las Jawa con los carteles de "en venta". Un abrazo grande para los dos. Débora
ResponderEliminarhol mimil, hola marce. qué placer leerlos otra vez. a mi también me entristeció ver la foto de las motos con su cartel de SE VENDE, pero bueno, lo que vivieron y estan viviendo es IMPAGABLE!!!!!!!!!!!!!!!!! no veo la hora de que me lo cuenten personalmente. besos a los dos. las pirámides los espera!!!!!!!!!!!!!!!!! los cairotas
ResponderEliminarHola Muchachos,
ResponderEliminarUn gusto leerlos de nuevo.
Saludos
Fabián
hola ramiro y marcelo soy el cabezon les mando un fuerte abrazo y les deseo mucha suerte en lo que les resta de viaje
ResponderEliminarHola panas Marcelo y Ramiro, ahora estoy en Cartagena, disfrutando lo que ustedes hicieron hace pocos días. Me alegro que estén bien, a pesar de las adversidades, pero pa eso están.
ResponderEliminarles mando un enorme abrazo, cuenten más cómo van, no se demoren en escribir
Besos
orlando pérez
Y LAS MOTOOOOSSSSSSSSSSS??????????????? dde estan??? un beso rami te quiero mucho!! :)laly
ResponderEliminarPD me deves 33 bonobones ;)
besos
eh! ya podrían agregar algunas líneas!!! acá estamos ansiosos por saber si llegaron las motos! ¿cómo están? cuenten algo... beso grande a los dos, Carol
ResponderEliminarHola a los dos . vamos MUCHACHOS , como anduvo el gps ? sigan asi que nos hacen viajar a nosotros tambien.
ResponderEliminarUN ABRAZO GRANDE MARCELO-RAMIRO LOS SALUDOS FERNANDO ROSAS AVILA DE TARIJA-BOLIVIA , UN CARIÑO GRANDE Y LOS ESTOY SIGUIENDO POR EL BLOG. SABEN UNA COSA SE PASARON, LO Q ESTAN HACIENDO DE VERDAD ES UNA AVENTURA INOLVIDABLE. CREO Q ES LA DISTANCIA MAS LARGA QUE RECORRE UNA JAWA, NI LA MIA Q SALIO DE CASA 0 KM MODELO 65 RECORRIO TANTO. UN ABRAZO Y UN RECUERDO GRANDE CON USTEDES MUCHACHOS. "Q LA FUERZA LOS ACOMPAÑE" FRACE CELEBRE JAJA CHAUU
ResponderEliminar