Dos amigos decidimos animarnos a la locura. Con casi nada, salvo una enorme ilusión y muchas ganas, resolvimos que era ahora o nunca el momento de concretar nuestro sueño: recorrer el continente americano en moto. Ahí vamos.

jueves, 29 de julio de 2010

De paso por Centroamérica

Sí, sí, sí, ya lo sabemos, venimos re-contra atrasados con las crónicas de viaje (que, dicho sea de paso, debemos informarles, queridos amigos, han sido seleccionadas por una página de viajes europea entre las mejores de blogs de viajes. Así serán las otras). Lo cierto es que ya estamos en México, que es el punto final de esta loca aventura. Pero para llegar hasta aquí, primero debimos atravesar varios mini países, entre ellos Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras y Guatemala. En realidad todo lo que aquí contemos de estos hermosos lugares no es más que un escaso y vidrioso reflejo de lo que verdaderamente son, porque a decir de verdad, por esas rutas pasamos raudamente, ya que no sólo nos apremiaba el tiempo, sino que en la deshilachada bolsa antes escasa de billetes ahora apenas tintineaban unas vagas monedas.

A todos esos países los atravesamos en seis días. Y en esa casi semana nos esquilmaron en cada cruce fronterizo, a un promedio de entre 25 y 30 dólares per cápita, algo que no nos esperábamos y que nos cayó como balde de agua fría (por no decir otra cosa). Obviamente haber cruzado América Central sin apenas pestañar, con extenuantes jornadas de manejo, servirá para que algún desprevenido, de esos que nunca faltan, nos digan “uhhh, ¿cómo es que pasaron por Guatemala y no fueron a tal lugar?”. Aclaramos que si bien nos hemos fortalecido mentalmente para soportar este tipo de comentarios, que tildaremos lisa y llanamente de mala leche y pendencieros, no aseguramos evitar perder el control y arremeter sin miramientos verbal y físicamente contra quien ose hacerlo.

Esa semana durante la que no hicimos otra cosa que pasar horas y horas con las nalgas aplastadas en los ajados asientos de nuestras máquinas, alcanzamos a ver como quien mira postes de luz en una carretera sin fin, algunas de las bellezas de nuestra querida tierra. Así, no podremos nunca dejar de mencionar lo precioso que nos pareció el paisaje que rodea a la costarricense ciudad de San Isidro, con cerros repletos de verde follaje y casas de todos los tipos y colores, estampadas en las laderas pronunciadas por las que se dibuja una vía azul destemplado de la carretera hacia el Pacífico. Tal fue la buena impresión que nos dejó el lugar que no dudamos en coincidir en que ese “sería mucho más que un buen lugar para vivir”.

El viaje por estos países pequeños pero hermosos, nos llevó, como ya decíamos, mucho tiempo. Tiempo en el cual uno no deja de pensar, porque eso es precisamente lo que permite (u obliga) la soledad de la moto. Y si bien el pensar no es un inconveniente, a veces se torna un inconveniente lo que se piensa (sea porque genera angustia o porque genera ansiedades. También otras cositas).

Otra cuestión es que Centroamérica lloró desconsolada nuestra presencia cada uno de los días en los que tuvo el placer de prodigarnos su amparo. Por lo que terminar cada jornada con los trapos hechos una miseria se convirtió en el pan (húmedo) de todos los santos días.

Retrasados en el inexistente plan de viaje por los ya comentados contratiempos que hasta determinado punto padecimos en Panamá, nos impusimos llegar lo antes posible a México y fue así que, mapa en manos, optamos por evitar las grandes ciudades de estos pequeños países, principalmente las capitales. No pudimos hacerlo en el caso de Tegucigalpa (Honduras), que nos pareció deslucida y chata, y Guatemala, que realmente no nos gustó en absoluto. Se nos puede decir que es una opinión ligera y mezquina ante el escaso tiempo que les dedicamos, y contestamos a dúo que estamos de acuerdo en eso.

Si bien en Guatemala pretendíamos hacer base en Tikal, para admirar el complejo arqueológico Maya, no pudimos darnos el gusto porque implicaba desviarnos tremendamente de la ruta más directa a la frontera mexicana; aunque aún hoy, ya cómodamente instalados en el país azteca, no renunciamos a la idea de caernos por allí, teniendo en cuenta que andaremos por lugares no tan alejados. Sí gastamos caucho por las empedradas calles de la colonial ciudad de Antigua, una bellísima población no muy distante de la capital guatemalteca. No está de más decir que, fiel al programa austero obligatoriamente auto impuesto, no permanecimos allí más que el tiempo que nos llevó sacar un par de fotos, admirar algunas viejísimas construcciones y evitar por todos los medios posibles estrolarnos con alguno de los innumerables automovilistas que inundan esas estrechas callecitas.

Allí, como en tantos lugares por los que hemos andado a lo largo de este viaje, todo está preparado para el turismo, pero no para el turismo lauchesco que practicamos nosotros, sino para el gringo y europeo; para ese turista al que poco le importa desenvainar la de cuero y pagar lo que haya que pagar, a veces sin siquiera mirar la cuenta, por una comida o una cama bien tendida.
En la frontera de Honduras fue donde, junto a la de Nicaragua, más guita nos sacaron: unos 30 dólares per cápita, mayormente por el paso de las motos. Fue también donde las rutas estaban en peor estado, tan es así que el segundo día y mientras marchábamos a paso de Goliat con el entrecejo apuntando a Guatemala, nos encontramos de repente y sin ningún tipo de aviso previo con el fin abrupto de una aceptable carretera. Así nomás, de buenas a primeras se terminaba el pavimento y comenzaba una escarpada huella (que es mucho decir) pedregosa y surcada por innumerables desaguaderos de los cerros.
Simplemente nos miramos, como diciendo “espero que sea sólo un trecho del camino”. Para averiguarlo, nos adentramos un par de kilómetros, contemplando con incredulidad que a cada paso el surco se ponía peor. Un par de veces nos detuvimos y deliberamos en torno a la leniniana pregunta: ¿qué hacer? Ramiro, puso siempre cara de, “yo creo que deberíamos regresar”. A mí, en tanto, no me daba ninguna gracia desandar 80 kilómetros para tomar una vía alternativa, por lo que siempre propuse seguir.

Dieciséis Congreso, debate y autocrítica mediante, resolvimos hacer carne nuestro ya frecuente lema “Patria o muerte” y seguimos hasta que en una empinada y pedregosa cuesta hice lo que no debía, encararla sin pensar en que podía pasar lo inevitable: rodar cuesta abajo. Fue así que a mitad del dificultoso ascenso la rueda delantera mordió una redondeada piedra y me fui a pique, quedando cual San Martín atrapado bajo su herido corcel. En este caso el Sargento Cabral tardó más de la cuenta en rescatar al malogrado jinete, porque antes prefirió cagarse de risa. Lo concreto es que yo magullado y Ramiro caliente por la falta de señalización, regresamos puteando bajito al lugar de partida. Obviamente también ese día nos empapó la lluvia.

En este descerebrado recorrido por cuatro países y medio en seis días, no abandonamos la práctica que venimos manteniendo desde que salimos de Bolivia: dormir en estaciones de servicio, cuarteles de bomberos y una que otra vez directamente al costado de la ruta al amparo de algún caserío ignoto.


Eliminar formato de la selecciónFue a mitad de camino por Nicaragua que paramos un par de horas en un restorán bastante bien puesto, comparado obviamente con los lugares en los que hemos comido a lo largo del periplo, para ver la final del mundial. La comida estuvo buena y abundante, el partido más o menos, la cuenta saladita. Unos cientos de kilómetros más adelante, y cuando ya la lluvia amenazaba con empaparnos otra vez, decidimos parar en un complejo con piscina y otras comodidades. No, no piensen que pagamos: allí, como en tantos lugares, nos permitieron armar nuestra carpa bajo un techo sin abonar un mango. Pero lo más llamativo de este lugar es que en la pared de un baño está trazada a casi dos metros de altura una línea roja que recuerda el nivel al que trepó el agua de un desbordado río cuando en el año ’98 arremetió por esa región el asesino huracán Mitch.

Parque eólico a orillas del lago de Nicaragua

La celeridad del viaje, sin embargo, no evitó que pudiéramos conocer gente macanuda, dispuesta a darnos una mano en todo cuanto pudieran, como el caso de dos recepcionistas de un hotel en Costa Rica, Gicela y Nancy, que nos dejaron conectarnos en el hall del edificio para actualizar el blog, o locos más locos que nosotros, como un japonés que desde hace cuatro años está dando vueltas por el mundo en bicicleta. Se llama Kokoro Ito, y ahí caímos en cuenta de que habíamos conocido finalmente a nuestro legendario Kokorito.


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