Dos amigos decidimos animarnos a la locura. Con casi nada, salvo una enorme ilusión y muchas ganas, resolvimos que era ahora o nunca el momento de concretar nuestro sueño: recorrer el continente americano en moto. Ahí vamos.

jueves, 29 de julio de 2010

Un cuentito de yapa

Combate en Capurganá

El combate duró apenas un interminable minuto con doce segundos. Y terminó de la peor manera, cuando a uno de los contendientes lo sacaron en brazos, entre una multitud almidonada y triste más por la pérdida en las apuestas que por la puta mala suerte del peleador. Su preparador, que aún sonríe apenado dejando al desnudos dos desparejos dientes de oro, parece no encontrar consuelo a tanto esfuerzo hecho trizas en tan poco tiempo. Frente a él, en el cruel anverso de esa mueca trágica, un grupo de gente festeja elevando en andas al sujeto que le llenó por un rato los dedos de ajados billetes verdes. El vencedor no entiende de alegrías ni tristezas y quizá, sólo quizá, perciba que cumplió con su deber natural. Su dueño, su mentor, el que pasó horas y horas estimulándolo con ridículos masajes, no cabe en su sucia remera de tanta dicha, aunque es lo bastante prudente como para no cruzar mirada con el vencido, que ya de espaldas a la arena de combate masculla entre dientes reproches inaudibles hacia su pupilo, cuyos ojos desorbitados se bambolean en una cabeza que pende inerte hacia el suelo y no miran a ningún lado.
El preparativo del mortal enfrentamiento fue extenso y tuvo por todo camarín el desvencijado toldo de un rancio bar del centro de Capurganá. Un lugar atestado de parroquianos que prácticamente en dos grupos aislados en un par de mesas no muy distantes bromearon largo, sin que estas estupideces lanzadas a los gritos, que es básicamente la forma tradicional de hablar de los morenos, generaran la mínima gracia en los rostros disecados por el impiadoso sol de los dos hombres que sumidos en una escalofriante concentración ultimaban el ajuste de los vendajes en los afilados “puños” de los condenados por su raza.

Ese prólogo de muerte se confunde en medio de una lastimosa llovizna que pixela en mil cuadritos la escena del bar y vuelve difusos los coloridos trajes de los peleadores. El agua que derrama el cielo y que se filtra con un desgano estremecedor, presagio de fatalidad, jamás podría poner en duda la realización del combate. Yo estoy ahí, extranjero y extraño a todo, mirando entre sorprendido, incrédulo y un tanto asqueado.
En ese momento, cuando los preparadores consideran que sus gladiadores están listos, vendados y con sus mortales armas calibradas una y otra vez ya no por dos sino por varios ojos expertos en esas lides, comienza a consumirse el excitante tiempo de las apuestas. Mientras, los protagonistas estelares de esta berreta película de terror caminan displicentes entre la multitud, para que cada uno sepa bien a “manos” de quien se juega los mugrosos billetes.
El griterío es descomunal y sólo ellos entienden ese dislocado sistema de apuestas, donde los dólares pasan de una mano a otra, sin que nadie los cuentes ni quede el mínimo registro de nada, y donde al final, cuando apenas queden vencedores y vencidos, ninguno eleve la mínima queja ni reproche. Será ese el tiempo en que unos vayan por más cerveza para celebrar por su buena estrella y otros los sigan para en un par de tragos convencerse de que en la próxima tendrán la merecida revancha.
Nadie dice cuándo termina el tiempo de las apuestas ni cuándo empieza la hora de la verdad; pero en determinado momento, como atendiendo a una señal propia de la costumbre, incomprensible para el forastero ocasional, las voces se calman y los movimientos se sincronizan para que el tumulto se transforme en un círculo de exaltados que rodea a un desdentado y curvo viejo quien, sin que nadie lo designe, se hace cargo del evento y posesionado por el ritual, eleve los brazos al nuberío lloroso y recite de memoria y sin necesidad las reglas del combate: “cinco minutos o hasta que caiga el primero”.

En ese instante los preparadores exudan ansiedad y nerviosamente pasan una y otra vez sus callosas manos sobre las cabezas casi calvas de sus pupilos. De pronto el mismo viejo que oficia de macabro dueño del circo grita “YA”, y en el corazón de ese siniestro redondel humano los dos gallos de riña comienzan a desplumarse a salvajes picotazos, aún tomados de las alas por sus dueños, a modo de entrada en calor o provocación, para después, cuando los ánimos estén caldeados, retirarles el banquillo y encomendarse al santo que protege el alma de las aves para que en esa despintada tarde el suyo sea el elegido.
Al principio los gallos ensayan ataques aislados, como si quisieran evitar el enfrentamiento. Pero de a poco y embravecidos por el infernal griterío de los morenos, se animan a terribles saltos acrobáticos con el único fin de asestar el afilado espolón de utilería en la cabeza de su no buscado enemigo.

El más desplumado y que trasluce mayor edad evidencia con el correr de los segundos claros rasgos de nítida experiencia. El otro, de un plumaje prolijo y refulgente, apenas se defiende desde un principio. No es cobarde, pero no encuentra la manera de que esa virtud sea respetada por su contrincante, que lo ataca sin respiros.
En un momento el griterío queda en suspenso, para inesperadamente resurgir con mayor vigor segundos después, justo en el instante en el que el pintón gallo de riña comienza a bambolear su otrora espigado cuello y sus patas no encuentran tierra firme donde apoyar su deshilvanado cuerpo. Allí el joven negro que lo asiste se lanza desesperado hacia el desgraciado peleador para que el trámite no termine allí; lo toma con firmeza de la cabeza, le abre el pico, acerca su pulposa boca y sopla con fuerza tratando de reanimar a su ya moribundo pupilo. Cuando lo cree medianamente recuperado, cruelmente lo lanza de nuevo a la arena para que en un único y fatal ataque del inminente vencedor quede el pobre condenado nueva y definitivamente con las alas extenuadas, su pico semienterrado en el barro y con la vidriosa mirada clavada en el vacío.
Apenas un minuto con doce segundos duró el combate en la colombiana Capurganá, y terminó de la peor manera. Ahora, cuando aún el cielo no ha parado de sangrar, bajo el vetusto toldo del bar algunos brindan felices y otros, no tan dichosos, también.


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viernes, 9 de julio de 2010

Relato de dos náufragos

Dejar Colombia no era fácil. Definitivamente no resultaba fácil. No sólo porque entre ella y nuestro próximo destino se interponía el imposible “Tapón del Darién”, una fenomenal extensión de montañas y selvas sólo habitada por alguna perdida comunidad indígena, los paramilitares y los narcotraficantes, sino porque dejábamos atrás gente simpática como en ningún otro sitio y sin la certeza de volver a encontrar algo similar; porque nos despediríamos vaya a saber hasta cuándo de ese espectacular desfile de mujeres jactanciosas de su sensualidad arrolladora; porque hasta en su último rincón, ese recoveco en medio de la nada que es Capurganá, Colombia se empecinaba en seducirnos con su calidez, sus arenas blancas moteadas de cocos listos para ser bebidos, sus aguas cristalinas y calientes.

Pero si además de esto hubiéramos imaginado la décima parte de lo que nos deparaba el viaje en sus siguientes casi 30 días, sin duda alguna hubiéramos pensado mil veces la decisión de seguir rumbo al norte. A esa altura, como ya saben, éramos tres: se había sumando a nuestra dupla un argentino tan particular como buen tipo al que bautizamos Arturo. Nadie sospechaba lo que se avecinaba. Muy temprano en la mañana dimos nuestra última mirada a la playita donde durante varios días nos habíamos abandonado lisa y llanamente y sin remordimiento alguno al ocio, y partimos hacia Puerto Obaldía. Las motos, tal como habíamos acordado con Teófilo, el dueño del Doris Gil -el barco en cuya bodega las habíamos dejado-, llegarían unos días después a Colón, el puerto que está en la entrada este del Canal de Panamá. Por ese servicio habíamos pagado la friolera de 400 dólares… que fueron entregados a un mensajero de “Teo”, sin ningún papel que certificara la operación. Fieles a la premisa que hizo posible todo nuestro viaje, nos dijimos: “patria o muerte”… y allí quedaron.
Después de unas dos horas de zarandeo en una lanchita llegamos a Panamá, la tierra de la que alguna vez fue ministro de Turismo el mismísimo Rubén Blades. Habíamos leído en varias crónicas que el trato de las autoridades de migraciones panameñas no era el mejor: literalmente que eran bastante forros. Nuestra reacción ante este tipo de advertencias fue la misma que tuvimos respecto de todas las anteriores sobre la inseguridad, lo mala gente y otros etcéteras que nos habían hecho en cada país al referirse al vecino: no darles bola y alegrarnos de encontrar exactamente lo contrario a medida que avanzamos. Sin embargo, esta vuelta, aquellos comentarios fueron tristemente corroborados cuando pisamos Puerto Obaldía, doblemente triste por el contraste con el trato que habíamos recibido en Colombia.

Ni bien pisamos tierra, un grupo de militares con cara más de aburridos que de celosos profesionales, nos hicieron desarmar todo el equipaje (apenas una mochila, la carpa y la bolsa de dormir, pues el resto estaba en las motos) y miraron hasta el hartazgo nuestros recién estrenados pasaportes buscando vaya a saber qué irregularidad. Sintiéndonos poco menos que delincuentes, nos mandaron a la oficina de migraciones. “Buenos días”, saludamos y pusimos un pie adentro. “Esperen afuera, aún no abrimos”, nos rugió un joven empleado. Era el más amable.
Cuando se dignó a atender el jefe, supimos que las cosas no mejorarían. “¿A qué vienen?” refunfuñó: era su forma de trasladar la pregunta del formulario de ingreso sobre las motivaciones del viaje. “¿Tienen su solvencia económica?” insistió mientras el joven, a estas alturas ya casi amigo a pesar de su poca hospitalidad, iba llenando los papeles y sellándonos el pasaporte. Uno de los simpáticos requisitos que exige Panamá para entrar al país es demostrar que se tienen al menos 500 dólares en el bolsillo. Y aunque nosotros no los teníamos, nuestras tarjetas de crédito y de débito se encargaron de hacernos creíbles. Arturo, que a todo esto viajaba con un pasaporte hecho a las apuradas en una embajada, o sea completado a mano, sudaba la gota gorda mientras comparaban el suyo con los nuestros. Zafamos.


Todos a bordo

Nuestro primer contacto con Panamá no había sido el mejor, es cierto, pero la suerte seguía estando de nuestro lado. Con los pasaportes recién sellados, supimos que justo en ese momento zarpaba un barco de carga con destino a Colón: el “Lya del mar”. Nuestro crucero por el Caribe duraría cuatro días por 50 dólares cada uno. En total, seguía siendo más barato así que embarcarse con las motos desde Cartagena en un velero. Habíamos acertado nuevamente. Y lo más importante: pasaríamos unos fabulosos cuatro días embarcados, sin gastar en comida ni alojamiento, y llegaríamos a Colón cuanto más un día antes que arribaran nuestras motos.

Sin dudarlo, Arturo, Marcelo y yo nos subimos al barco… A pesar de su nombre, el “Lya del mar” no es lo que se dice un lujoso crucero precisamente. No tendría por qué serlo, claro, puesto que se trata de un pequeño barco de carga que se dedica a llevar y traer productos y pedidos desde y hacia la mayoría de las islas del archipiélago panameño al sur del Canal. Garrafas, tambores de gasolina, plátanos de todo tipo y, de cuando en cuando, giles y lauchas como nosotros dispuestos a pagar un viaje por 50 con tal de ahorrarse entre 30 y 50 dólares de diferencia que hay con el pasaje en avión. En síntesis: su negocio es otro, por lo que, aunque presurosos para cobrarte, no les calienta en lo más mínimo cómo te las arreglás para acomodar tu maltratada humanidad durante lo que dure el viaje. Ni un banquito para sentarse, turnarse para comer porque no alcanzaban los platos ni los cubiertos y, lo peor, ver cómo cada uno de la tripulación, al caer la noche, cuelga muy orondo su hamaca y empezar a otear en qué recoveco podrá uno echarse entre racimos de banana, manchas de aceite y trastos de todo tipo. De más está decir que no sobran hamacas y que, para variar, las nuestras habían quedado en las motos. Allí nadie estaba dispuesto a un gesto hacia los turistas.
Tipos resueltos e ingeniosos como somos, sin vacilar nos encaramamos al techo de la cabina para dormir nuestra primera noche embarcados en el Caribe. Esa noche llovió. Y así como subimos nos bajamos a mitad de la madrugada para buscar una superficie ya no plana, aunque sea medianamente horizontal, donde poner nuestras bolsas de dormir, ahora manchadas y con un profundo olor a hollín de la chimenea del barco. La situación era incómoda por donde se la mire, sobre todo si se piensa que a menos de veinte centímetros de tu rostro se balancea la parte más baja de una hamaca. De más está decir qué parte de la anatomía de su ocupante está allí, y los marineros, se sabe, no son de cuidar las formas ni aún frente, ni qué decir encima de extraños. Aquí, como en nuestra carpa, una flatulencia se toma como un soberano gesto de hermandad.


Las horas más largas del mundo

Sin embargo, no todo era así de terrible en nuestro crucero. Apenas nos embarcamos, descubrimos que no éramos los únicos pasajeros extraños en la embarcación: allí estaban, en medio de esa manifestación del más puro realismo mágico, dos lindas muchachas con evidente pinta de europeas. Lea y Halina son hermanas y son alemanas, pero sobre todo son dos excelentes tipas, sin las cuales la estadía en el barco hubiera sido prácticamente insoportable. No hace falta decir que, a poco de estar a bordo, ya nos habíamos presentado y hablábamos con franqueza de casi todo. Las horas en el mar suelen estirarse con la elasticidad de los fluidos y no sé si por verdadero interés o porque no quedaba sinceramente otra alternativa, las charlas se prolongaban hasta que un tema se agotaba de puro agotamiento y cada uno se retiraba a una solitaria contemplación, ya que dormir o descansar, en las condiciones habitacionales del barco es una fantasía irrealizable, cuando no un intento disparatado permanentemente hostigado por el infernal ruido del motor.
Así las cosas, comenzamos a recorrer islas dentro de la comarca Kuna-Yala, un territorio autónomo gestionado por una de las siete comunidades indígenas de Panamá y también la más organizada: los kunas. Los kunas se jactan de no haberse dejado conquistar por nadie y de preservar muchas de sus tradiciones ancestrales casi intactas. Lo cierto es que son dueños y señores de buena parte del Darién y de casi la mitad de la costa atlántica panameña, que incluye una gran cantidad de islas de paisajes paradisíacos. En sus islas, tienen sus propias leyes y autoridades… y también sus propias tarifas. Porque, aunque no se hayan dejado conquistar por quien digan, no pierden de vista ningún dólar que ande dando vueltas: te cobran todo y, si no es por las buenas…
Aparte de las islas más lejanas, con sus playas de arenas blancas, cocoteros y corales multicolores, los kunas tienen las islas en las que habitan en comunidad y viven de la pesca y algo de agricultura en parcelas en tierra firme. Allí todo o casi todo se hace por mar en canoas de troncos tallados. Donde se puede ver más claramente el peso de la tradición es en las mujeres. Con una belleza especial, las mujeres kunas van vestidas con unos hermosos trajes de telas multicolores y se adornan con collares, aros y un aplique en la nariz, todos de oro. Para sorpresa nuestra (que por otro lado desconocíamos por completo la existencia de este pueblo), todas llevan el pelo corto signo -más tarde supimos- se su paso de la niñez a la pubertad. Cuando vimos la primera canoa con dos mujeres kunas acercarse al barco para vender sus racimos de plátano, el impulso fue sacar una foto, y eso hice. Durante casi quince minutos tuve a un viejo kuna persiguiéndome al grito de “five dólar, five dólar”. “¿Qué?” pregunté azorado. “Cinco dólar por foto”, me contestó el viejo. “Sí, claro…” respondí y guardé la cámara.
Los varones en cambio, hace más de 50 años que ya no visten la ropa típica y aseguran que las mujeres las llevan porque les gusta, pues nadie las obliga. La verdad es que, a medida que avanzamos se va notando el mayor contacto con la cultura más occidentalizada y hasta es muy frecuente encontrar a muchachos vestidos al peor estilo de rapero de videoclip.
Poco a poco avanza nuestro barco, parando cada dos o tres islas para recibir pedidos que traerá en su viaje de vuelta, subir garrafas vacías, comprar bananas que venderá en la próxima parada. A eso de las cinco o seis se detiene la marcha para hacer noche en alguna islita. Por unos segundos, la paz es total cuando finalmente se apaga el estridente motor. Es un instante de felicidad plena en el que los pasajeros nos miramos con una sonrisa de alivio cómplice. Pero es un segundo nomás. Porque, como si estos marineros no pudieran estar sin un sonido que les martille el oído, enseguida se enciende el generador que alimenta con corriente al barco, y empieza la sesión de video. Películas peores que las de los colectivos o videos de corridas populares de toros en las que todos festejan sin que podamos saber qué, hacen que nos retiremos a encontrar mejor entretenimiento.
En todas las islas de la comarca flamea la bandera de Kuna-Yala. Al principio es intimidante, pero ellos explican que es un símbolo de su lucha.

El último día por la mañana Lea y Halina deciden que se quedan en una isla antes del destino original para conocer una islita que les dijeron era el paraíso mismo. Nos invitan a acompañarlas. Nos miramos. Sabemos que queremos quedarnos. Pero no tenemos dinero suficiente en efectivo para arriesgarnos a que nos arranquen la cabeza para salir de esa isla. Y ahí, sin platica, no hay kuna que te saque. ¡Ah, vil metal! Con todo el dolor del alma nos despedimos prometiendo reencuentros que no se darán y nos alejamos, ahora en una soledad que la lectura no alcanza a disimular.

Largas horas de navegación y dormir sobre el techo: un crucero muy especial.

Amarga espera

Después de los cuatro días más largos de nuestras vidas, finalmente llegamos a tierra firme y nos subimos en una 4x4 que nos llevará hasta Ciudad de Panamá, que aquí la llaman Panamá City. Sea como sea, entrar a esa ciudad por la parte moderna es impactante. Edificios de una altura, diseños y lujos que no habíamos visto más que en películas, da una idea de lo que representa este país en el engranaje económico mundial. El Canal es el centro neurálgico de buena parte del comercio mundial que, en uno u otro sentido, tienen que atravesarlo sí o sí para llevar las gigantescas cargas de continente a continente.
Como en uno o dos días a más tardar llegarían las motos, enfilamos con Arturo al único lugar de la ciudad donde nuestro conductor nos dijo que podríamos acampar: el parque Herrera en el Casco Viejo. Caminando como peludo caliente, recorrimos todo el Casco Viejo recibiendo como única respuesta a nuestra pregunta de si podíamos acampar, una mirada absorta y un “aquí no se puede”, así que terminamos en un hotel mediopelo negociando la tarifa por tres. A esta altura, nosotros, que estábamos haciendo economía de guerra con nuestros magros recursos, éramos Ford y Rockefeller juntos comparados con nuestro amigo Arturo que se había quedado más seco que una pasa en una noche de copas en Capurganá y estaba esperando ayuda del extranjero para poder seguir su viaje de regreso a Estados Unidos, donde vivía antes de empezar su largo viaje.
Era jueves y al día siguiente llegaban las motos. ¿Llegaban, dije? “Hubo un problema y estarían llegando el lunes o martes”, me dijo lacónico Rigoberto, el representante del dueño del barco cuando lo llamé por primera vez. Bueno, un par de días más… en fin, recorreríamos un poco la ciudad, aprovecharíamos para cambiar los benditos cheques de viajeros (y de paso enojarnos otra vez por la tranfugueada de que te saquen una comisión por cada operación). Los días pasaron. Otro llamado el lunes. “Es que el barco que está acá se averió y no sabemos cuándo se podrá reparar. Hasta que éste no salga, no puede salir de Turbo (Colombia) el otro. Tal vez para el viernes esté solucionado”, nos dijo Rigo y nos dejó helados pero paradójicamente recalientes.
Arturo ya había recibido la ayuda y partiría en un micro hasta Chiapas. Nosotros decidimos ir a una playa para acampar esos nuevos cinco días de espera. Nos despedimos de Arturo en la terminal y aún hoy nos preguntamos cómo le habrá ido en su intento de volver a entrar a Estados Unidos al mejor estilo ilegal con los coyotes de la frontera mexicana. Ojalá haya tenido suerte. Y nos fuimos hacia Miramar, un pueblito en la costa atlántica a unos cien kilómetros de Colón. Decir que no había nada sería injusto. Había casi nada. Sin las mínimas condiciones para subsistir, decidimos probar suerte en Portobelo, un poco más cerca de Colón.
Amanecer en Miramar.
Portobelo fue el puerto más importante de la colonia hasta que los españoles decidieron trasladar sus actividades a Cartagena. Pero hasta ese entonces, fue desde allí donde se embarcaron los enormes cargamentos de oro, plata y otros minerales que se extraían de Potosí, de Perú, Colombia y México fundamentalmente con destino a Europa. No es casual que haya sido uno de los principales blancos de la piratería. El mismo Morgan lo arrasó en dos oportunidades. Fue precisamente por eso que durante la primera mitad del siglo XVIII se construyera allí un enorme complejo de fortificaciones cuyos cañones siguen aún hoy apuntando a la entrada de la bahía de aguas mansas, ahora poblada de veleros de todo tipo y tamaño. Uno de esos fuertes, la Batería Santiago, construida en 1739, se convirtió en nuestra casa durante las dos semanas siguientes en las que, llamado tras llamado, recibíamos una respuesta desalentadora: había que esperar cuatro, cinco días, una semana más…
Entrada a la Batería Santiago, que sería nuestro hogar durante dos semanas en Portobelo.

Por suerte estaba el mundial, de manera que nuestra rutina diaria empezaba con un café y el primer partido de la mañana; luego hacer tiempo en el fuerte hasta el mediodía; ir a almorzar algo súpereconómico y, de postre, una cervecita en el bar del colombiano para ver el segundo partido de la jornada. La tarde, agotada nuestra mínima biblioteca (los libros comprados en Colombia estaban en las motos), se volvía gomosa: calor o lluvia que obligaba a refugiarse en la entrada del fuerte, unos bichitos insoportables que nos perforaron desde el tobillo hasta las rodillas con una picazón insufrible, mosquitos y sin fútbol, había que ser Mandrake para no aburrirse. Un juego de naipes que nos habían enseñado las alemanas en el barco, nos entretuvo durante larguísimas horas. Un día llegamos a jugar dieciséis partidas, una detrás de la otra.
Edificio de la Aduana. Por aquí pasó buena parte del oro extirpado a las colonias.

Los turistas ocasionales se encontraron con escenas que, seguramente, nunca se hubieran imaginado ver en semejantes reliquias de la historia: a la mañana muy temprano, hubo los que se toparon con nuestra carpa aún armada y nosotros roncando a pierna suelta adentro; a la tarde estuvieron los que vieron sus fotos arruinadas con nuestras toallas, calzoncillos y remeras secándose al sol sobre los cañones. Si hubiésemos cobrado entrada, nos hubiéramos llenado de plata. Porque, después de todo, no hacíamos otra cosa que recrear la realidad cotidiana de aquellos soldados que hace 300 años caminaban sobre estas mismas rocas, ¿no? Serie "matando el tiempo": leer, otra vez leer, tirar mangos y jugar a las cartas. A la mañana, a la tarde y a la noche también.

Nos cortaron las piernas, pero nosotros de fiesta

Lo cierto es que, aunque nadie nos daba bola, llegamos a ser unos portobeleños más. Nadie nos preguntó nunca qué hacíamos ahí ni se sorprendían porque acampáramos ni más ni menos que en el patio de la fortaleza. El día que Brasil quedó eliminado del mundial conocimos a Pablo. Y lo que hasta ese momento se estaba volviendo una espera tortuosa, hasta el punto de que ya estábamos empezando a analizar qué hacer porque no podíamos prolongar más la espera, dio un giro tan espectacular como sorpresivo.Una vez más, ése día nos habían vuelto a postergar la posible llegada del barco con las motos. Estábamos desahuciados. Analizamos denunciar al dueño del barco, pero no teníamos ningún papel; nada. Decidimos ver el partido y después pensar. En eso apareció Pablo, un argentino que vive hace como diez años por aquí con su compañera portuguesa, Ana, y su hijito Nahuel. Apenas dos palabras y ya fue suficiente: “Vamos para la finca, allí pueden quedarse y ven después qué hacer”, nos dijo y ya estaba cargando nuestras cosas en su coche.
Pablo y Ana son sencillamente macanudos. Desde el primer momento supimos que allí empezaba a cambiar nuestra suerte, que ya llevaba casi tres semanas de magullones. Se dedican a vender artesanías, pero ya a nivel de proveedores de varios puestos en distintos puntos del Caribe. Y viven en una finca de quince hectáreas que con el tiempo pudieron comprarse a unos nueve kilómetros de Portobelo. El lugar es indescriptiblemente bello, lleno de verdes y flores de todos los colores, pero sobre todo con un clima humano que lo inunda de calidez.

Ana, Nahuel, Pablo y Kenia, llevándonos a una playita maravillosa.

Supongo que para alivianarnos la situación, Pablo nos ofreció que lo ayudáramos en varios arreglos en la finca, así no tendría que contratar a nadie y nosotros nos ganábamos el derecho a techo y comida. La verdad es que eso fue una simple formalidad. Porque nosotros lo ayudamos cuando él tuvo ganas de hacer algo y más que nada porque nosotros insistimos en dar una mano. Y porque la mayoría de los días nos llevaron a algún lugar para conocer unas playitas maravillosas, bucear y pasar el día con ellos simplemente disfrutando el momento. Durante cinco días dormimos en la finca, amanecimos con el soberbio coro de monos aulladores que viven alrededor de la finca, comimos como hacía tiempo no comíamos gracias a las destrezas de cheff de Pablo (que remató nuestra estada con unos espectaculares langostinos) y pasábamos horas hablando, mirando el paisaje y jugando con Nahuel. No nos dejaron pagar nada y nos dieron mucho más de lo cabe en estas líneas. Éramos de la casa.
Haciendo de tíos con Nahuel.
Panamá empezó a tener otro color desde que conocimos a Pablo y a Ana. Si hasta ese momento la gente nos había parecido antipática y hasta en algunos casos hostil, desde entonces empezó a ser más atenta, gentil, generosa. Hasta el curso de las cosas comenzó a cambiar su rumbo. Estábamos tan bien en la finca que ni queríamos llamar a los del barco para no amargar el momento feliz de estar con ellos en ese lugar maravilloso. Por insistencia de Pablo llamamos nuevamente. “El barco está fondeado, mañana pueden venir a descargar las motos”, nos dijo Rigo. Unos días antes, en Portobelo, no veíamos la hora de irnos de Panamá. Ahora, nos costaba despedirnos. Esa mañana, Pablo nos preparó un desayuno americano, Ana nos regaló dos libros para que tuviéramos qué leer y nos despedimos con abrazos y promesas de reencuentro que seguramente se darán.


A los tumbos en Zona Libre

Ese día fue el último que viajamos en los “Diablos rojos”. Los “Diablos rojos” no tienen nada que ver con los once de Avellaneda, sino que son como los panameños llaman a los colectivos más populares que hacen las rutas interurbanas. El nombre, claro, hace referencia a la forma en que manejan sus choferes que, con pie de plomo, aceleran esas moles por carreteras angostísimas, llenas de subidas, bajadas y curvas. Es un verdadero infierno estar metido adentro de esos buses traídos de Estados Unidos, según dicen de segunda mano, igualitos a los que se ven como transporte escolar en las películas, sólo que con unos decorados impresionantes aunque de poco gusto. Uno llega a descomponerse en esa espantosa mezcla de montaña rusa y tren fantasma.
Ya habíamos viajado varias veces en nuestros intentos por zafar del tedio y cambiar de ambiente. Un día atravesamos de ida y vuelta el país, yendo del Atlántico al Pacífico en busca de una playa que, cuando la encontramos, nos dimos cuenta de que había que pagar un dineral para acampar y para comer, por lo que, así como llegamos nos fuimos a nuestro querido Portobelo. En esa aventura, en un “Diablo rojo” atestado de gente, Belcebú metió la cola y un amigo de lo ajeno la mano en la mochila de Marcelo para birlarle el MP4 con el que se había entretenido durante 14 mil kilómetros. Unos días antes yo me había comprado uno para demostrarle que no era menos, y ahora yo tengo el mío y Marcelo no.
Un barco de carga pasando por las exclusas del Canal.

Pero era el último de estos trayectos y lo hicimos con gusto. Colón es una ciudad más bien fea, pero cuando uno entra en la Zona Libre toma verdadera dimensión de lo que significa el Canal para este país. La Zona Libre, que está formalmente en Colón, es, en realidad, más grande que la ciudad; la separa de ella un muro bien alto y se accede por varias entradas con vigilancia: una ciudad adentro de otra ciudad. Allí sólo hay negocios de todos los tamaños, depósitos de todo tipo y oficinas de las empresas más grandes del mundo, cuyas mercancías pasan por allí para distribuirse por todo el continente. Allí también se puede observar con toda crudeza la lógica que imperó durante los casi cien años que los norteamericanos gestionaron el Canal (que era lisa y llanamente zona militar, de modo que cortaba el país en dos), y que en gran medida las administraciones -ya panameñas- que los sucedieron siguieron manteniendo: la multimillonaria riqueza que ingresa al país no se nota -salvo en los majestuosos edificios de Panamá City- ni siquiera en la ciudad que circunda a la Zona Libre. Colón se cae a pedazos, la pobreza se extiende por sus calles, y aunque algunos de los viejos que trabajaron en el canal hablen entre ellos en inglés, en la segunda ciudad del país no hay ni una sola librería.
En la Zona Libre teníamos que hacer los trámites de aduana que nos permitirían sacar las motos del muelle. Después de putear a varios taxistas que, al vernos extranjeros, querían cobrarnos el doble y hasta el triple de la tarifa que ya habíamos averiguado, llegamos a las oficinas de la Aduana. Todo iba viento en popa: la señora que nos había atendido era simpática, nuestros papeles estaban de lo más bien, pero… Ah, siempre hay un pero junagransiete! Después de completar los formularios de una de las motos, la señora consideró que era el momento de que otra mujer que andaba dando vueltas, aprendiera a hacer la tarea que le tocaría en adelante.
Decir que la mujer era inútil sería muy cruel, pero la verdad es que hizo todos los méritos para que llegáramos a sentir que lo era. No había modo de que siguiera los pasos que le indicaba el programa y, cuando ya llevaba 20 minutos cargando los larguísimos números de chasis y de motor y otros datos, se saltaba algún paso, borraba todo intentando deshacer… y tenía que arrancar de nuevo todo. Obviamente nos acordamos de Antoñito, aquél nene de Bolivia que repitió durante dos días enteros el ma-me-mi-mo-mu, pa-pe-pi-po-pu. Por suerte no teníamos la vara con la que la abuela de Antonio le hizo entrar la lección a la fuerza. En un gesto de compasión, decidí sacar un libro y ponerme a leer pues la cosa iba para largo. Cuando por cuarta vez estaba completando la información, se cortó la luz. “Uy -exclamó casi al borde del llanto ante la mirada furiosa de su jefa-, no había grabado”. La luz volvió al rato, pero claro, ya habían pasado varios minutos y la mujer se había olvidado los pasos, así que de vuelta a consultar su cuadernito y teclear con dos dedos temblorosos todo de nuevo. “Los turistas se van a morir de hambre, mujer”, exclamaba como para tranquilizarla la jefa. Finalmente la pobre mujer logró imprimir el bendito formulario y nosotros, después de casi dos horas de haber llegado, nos retirábamos para sacar las motos e irnos lo antes posible de Colón.

Volver a verlas era un alivio. Ponerlas en marcha y salir andando, casi resucitar. En el fondo las estábamos extrañando. Después de cambiarles el aceite y el agua y acomodarlas un poco, a eso de las cinco salimos de la ciudad con el viento dándonos en el pecho. Otra vez, pese a todo, estábamos en camino. Como una señal celestial, la noche nos sorprendió en Paraíso, un pueblito a la vera de una de las tantas exclusas del Canal. Para deleite nuestro, al costado de la ruta había un cuartel de bomberos. Casi ni hizo falta preguntar. Allí dormimos, charlamos e intentamos alguna explicación para la eliminación de Argentina del Mundial, algo que nos plantean desde ese día casi a diario, como si fuésemos los voceros mismos de la AFA. Ya nos quedaba poco en Panamá, así que tras las fotos de rigor en el Canal, enfilamos hacia Costa Rica. La última noche la pasamos en otro cuartel de bomberos en Las Lajas, a 125 kilómetros de la frontera. Teníamos que planificar lo que queda del viaje. Poco podremos conocer de Costa Rica, Nicaragua y Honduras. Pararemos algo en Guatemala para conocer algunas ruinas mayas y de allí rumbearemos hacia México. Al menos eso pensamos.
Mientras escribo estas líneas, las nubes pasean sus negros vientres sobre el cielo de San Isidro del General. Es nuestra primera noche en Costa Rica y parece que va a llover. Poco nos importa porque ya nos hemos mojado mucho en el viaje. Pero sobre todo porque, íntimamente, sospechamos que, haber pasado de Colombia a Panamá y salir, ha sido, tal vez, una de las conquistas más fuertes de nuestra aventura: pasamos el temido Tapón del Darién.

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