Dos amigos decidimos animarnos a la locura. Con casi nada, salvo una enorme ilusión y muchas ganas, resolvimos que era ahora o nunca el momento de concretar nuestro sueño: recorrer el continente americano en moto. Ahí vamos.

viernes, 18 de junio de 2010

Ahhhh…. Cartagena

El tipo podría pasar tranquilamente por un vendedor de limonada en una esquina cualquiera de Cartagena de Indias. Pero no; el hombre se pasea entre la gente, por la calle y las veredas, con su cuello recostado hacia un lado apoyando su barbilla sobre la barnizada madera de su impecable instrumento. Camina y lo hace sumido en una seriedad que lastima, pero en realidad es parte de su puesta en escena, porque de sus dedos ágiles el sonido brota como manantial, poniéndole “candela” a la salsa que el resto de la banda -morenos todos- derrocha con esa alegría que tan sólo los caribeños destilan contagiosamente. El ignoto violinista, que a fin de cuentas de él estamos hablando, rompe imprevistamente los límites del escenario montado en unos de los costados del atestado “Café Habana” y, viendo que afuera mucha gente quedó sin la oportunidad de limar el suelo con sus lustrados zapatos (entre esas personas nosotros, que tenemos una pinta de reos escalofriante y que no ingresamos sencillamente porque estamos más secos que un pasa de uva), sale al aire libre y se mezcla en esa pequeña multitud que lo mira entre asombrado y admirado por su destreza con esa cajita hueca.

Algunos lo aplauden, otros se limitan a observarlo con los ojos como el dos de oro y no pocos se atreven a bailar ahí nomás, sobre los adoquines de la caliente acera de la histórica ciudad amurallada. Este singular acontecimiento transcurre una calurosa noche cualquiera de las desgraciadamente pocas que estuvimos en este maravilloso lugar. La escena es magnífica, porque la “unánime noche” de Cartagena tiene todo lo que uno puede esperar y todo lo que uno por años ha imaginado que puede tener. Salsa brotando de todos los “wines”, salones con bandas en vivo que hacen delirar a hombres y mujeres aunados en un solo cuerpo, morenas que con solo caminar irradian una sensualidad que a uno le castiga en la piel y muchos otros detalles que sinceramente hacen de este lugar “el lugar” en el mundo.
Señores, amigos, si una ciudad nos ha parecido el paraíso (o directamente el infierno, no sólo por el candente clima sino porque con esas negras hermosas uno está irremediablemente invitado y expuesto al constante pecado), esa ciudad es la colombiana Cartagena de Indias. Pero no todo lo que brilla es oro, compañeros, porque el ingreso a esta ventana al mar Caribe no dista mucho del panorama que ofrecen tantas otras ciudades latinoamericanas: mototaxis al por mayor, colectivos que no respetan parada alguna, taxis que viborean entre multitudes de personas que se encomiendan al santo de turno para cruzar la calle y miles de puestos ambulantes que ofrecen todo lo que uno no necesita en esta sacrificada vida.

Pero como todo cambia, ese caótico ingreso se transforma en una relativa calma en los confines de la ciudad amurallada, un espacio de unas cuantas cuadras de angostas callejuelas adornadas por añejas pero conservadas fachadas coloniales que, desde las alturas de sus adornados balcones de madera, dejan caer en verdes cascadas enredaderas floridas que inundan el paisaje con un aroma que de cuando en cuando se mezcla con el olor a los mangos maduros que se bambolean en canastas sobre las cabezas de las morenas cuyas caderas han sido la cruel tortura de estos dos singulares aventureros.

Cartagena no tiene lo que se dice playas lindas, ya que a tan sólo unos metros de la orilla han construido enormes barreras rompeolas de piedra que afean en mucho el lugar. Pero la ¡gran siete! que hermosura es la calidez de ese mar. Uno no tiene que andar, como en las playas argentinas, a los saltitos para que las primeras olas no le mojen de sopetón las partes pudendas (que son donde se asimila el cruel impacto de la temperatura del agüita) para adentrarse al mar, ni tampoco andar cuidándose de permanecer demasiado tiempo sumergido a riesgo de salir morado de frío, sino que el mar Caribe invita a pasar todo el día con el agua hasta los ojos, porque, señores, ese maravilloso liquido está CALIENTE.

Caminar por Cartagena es maravilloso, pero también sofocante. El calor es impiadoso y uno no hace más que transpirar de lo lindo, grata situación que se mitiga con cataratas de limonada helada (de excelente factura y a apenas 0,50 centavos de dólar) o, ya con otro presupuesto, con botellitas de cerveza “Águila” (casi un billete verde) que duran lo que un suspiro. Bien interesante es caminar por la cuadra de las librerías, que no son más que puestos de chapa montados en las veredas que ofrecen libros usados y nuevos (pero de dudosa originalidad) en todos los idiomas, además de revistas, también lisas y arrugadas. Allí se pueden encontrar ediciones diversas de los libros del premiado García Márquez, quien, dicho sea de paso, tiene una casita en Cartagena donde suele pasar algunas temporadas al año. (Nosotros intentamos dar con el domicilio, de puro tilingos nomás, pero no hubo quien nos diera certezas sobre ese preciado lugar).

La muralla que protege la antigua fortaleza está formada por gruesos muros de piedra en cuya cúspide aún permanecen como intimidantes testigos del tiempo unos contundentes cañones de hierro con sus bocas de fuego dirigidas a la ¿siempre? tranquila bahía. Y como los negocios son negocios, muchos de los espacios que antes alojaron a los defensores de la ciudad vieja o simplemente fueron depósitos de armas y municiones, ahora son restaurantes cuyas puertas nos impusimos no trasponer, sospechando del calibre de sus “ofertas”.
A apenas unas cuantas cuadras de la histórica ciudad, donde el tiempo parece detenido en algunos sentidos (muy pocos por cierto), está la gran ciudad, con sus edificios de una altura escalofriante y sus caras expuestas a la inconstante brisa del Caribe, sus cadenas de casas comerciales, oficinas, organismos públicos y todo lo que un lugar con más de dos millones de habitantes (según nos dijeron) tiene que tener.





Atardecer en Cartagena de Indias.

Curiosos carteles en Cartagena.
Primer contacto de Marcelo con el Caribe.
Primero lo primero

Pero para llegar a Cartagena de Indias, queridos amigos, tuvimos que andar cientos de kilómetros, recorrer varias ciudades cargadas de gente e innumerables pueblecitos brotados a la vera de los caminos.
El ingreso a la hermosa Colombia lo hicimos a fines de mayo en el paso de Ipiales. Si hubo un clima que no debimos padecer demasiado a lo largo de los 13 mil kilómetros recorridos, ese clima fue el lluvioso. Pero este país nos tenía preparado para cada uno de los días un inesperado aguacero que si bien no nos arruinó la fiesta, sí nos limitó bastante la marcha.

Los primeros kilómetros transitados por Colombia no nos ofrecieron un panorama diferente a lo que ya habíamos percibido en otras regiones de Latinoamérica, teniendo en cuenta que las rutas principales recorren la misma cordillera que atraviesa el continente y que ya hemos cruzado de un lado a otro no sé cuantas veces. La geografía, en tanto, será muy diferente más adelante, cuando el olor a mar Caribe se deje respirar y cuando las paradisíacas haciendas alfombradas de verde, con palmeras y bananos incluidos, sean el único panorama a la vista.
La primera ciudad grande sobre la que pusimos pie en tierra fue Cali, capital mundial de la salsa. Pero allí no permanecimos más que contados minutos, sólo los que nos demandó un fugaz paso por el centro y el derrame de abundante sudor para atravesar sus atestadas calles.
Con la no tan errada creencia de que en los pueblos pequeños a uno lo reciben mejor, fue que dejamos atrás Cali para detenernos en Buga, una población ubicada a unos pocos kilómetros de esta gran ciudad. Allí la que salió a recibirnos fue la lluvia, por lo que decidimos pedir refugio en el cuartel de bomberos donde para nuestro asombro, o no tanto, nos trataron de maravillas, no solo al permitirnos acampar en ese predio, sino al dejarnos poner la carpa debajo del techo del segundo piso, usar sus instalaciones a nuestro antojo y, por si esto fuera poco, convidarnos con lo que tenían en la heladera. Igual fue el recibimiento que tuvimos unos cientos de kilómetros más adelante por parte del cuerpo de bomberos de Ibagué, donde todos los muchachos se portaron de diez, inclusive invitándonos a dormir en el aula que tienen para el dictado de conferencias. Estos sacrificados bomberos nos despidieron de la mejor manera, con café y con unos exquisitos tamales preparados por las manos maestras de la madre de uno de ellos.

El peligro, ni en la esquina

Queridos amigos, si de algo nos habían advertido hasta el hartazgo en todos los lugares por los que anduvimos en este viaje fue que Colombia es muuyyyyy peligrosa; pero nosotros, bueno es reconocerlo, no encontramos otra cosa que gente amable, cariñosa, respetuosa y muy interesada, además de sorprendida, por nuestra aventura. En ningún momento tuvimos que padecer situaciones desagradables. Es más, si tuviéramos que destacar un lugar en el que nos hemos sentido realmente tranquilos y bien acogidos ese país fue Colombia.
Escuchar sobre secuestros, asesinatos, guerrilla, narcos, paramilitares, ladrones, sicarios, militares, policías bravos y un extenso etcétera de cosas malas fue lo más común cuando el tema “cruce de Colombia” salía en cualquier conversación. Pero, insistimos, nada de eso encontramos en este maravilloso país (si bien no negamos que tales cosas existan), sino que, por el contrario, en cada lugar nos trataron como a pichones. A modo de ejemplo, debemos decir que no fueron pocas las veces que acampamos en estaciones de servicio sin que tuviéramos problema alguno (en una de estas gasolineras nos encontramos con “Pacho”, el administrador, quien no solo nos permitió acampar en el lugar, sino que se vio en la obligación de, a la noche, sacarnos a pasear por la ciudad de Caucasia e invitarnos unas pizzas).
Imágenes del impresionante Museo del Oro en Bogotá.






Si hay algo que nos llamó poderosamente la atención desde el mismísimo momento en que comenzamos a rodar por las rutas de Colombia fue la enorme cantidad de militares que custodian estas vías y, particularmente, los puentes. No exageramos nada si decimos que cada 50 kilómetros hay retenes militares en las carreteras y, de esto nos enteramos después, que esos mismos milicos están protegidos por una enorme cantidad de compañeros que los miran escondidos entre la selva o en las montañas. Esta desmedida (o no) cantidad de hombres de verde olivo tienen por función proteger las rutas y a los que las atraviesan de los ataques de la guerrilla. Incluso en las largas charlas que tuvimos con los jóvenes militares que nos pararon innumerables veces en el recorrido, nos dejaron en claro que mantener escaramuzas con guerrilleros era, sino cosa de todos los días, sí algo medianamente frecuente.
La "Seguridad Democrática" de Álvaro Uribe puesta en práctica con jóvenes de Bogotá. ¿Recuerdan a algo estas imágenes?
A nosotros particularmente no nos exigieron nada en estos retenes (solo en uno debimos mostrar el pasaporte e intentaron hincharnos con algunos papeles, pero el tema no pasó a mayores y nos dejaron vía libre pidiéndonos disculpas porque se había tratado de un “error” al comprobar que éramos extranjeros). Lo único malo, si se quiere, es que los milicos, absolutamente aburridos, no pocas veces nos retuvieron por largos minutos para colarnos a preguntas sobre nuestra aventura y, particularmente, para saber qué opinión teníamos de Colombia. Este interés por saber qué opina el extranjero de este país no es potestad única de los militares, sino que la mayoría de los colombianos con los que hemos charlado nos han puesto en la misma situación de contestarle esa requisitoria, conscientes de que la reputación del país no es la mejor. Una y otra vez nosotros los tranquilizamos remarcándoles que Colombia nos había parecido el lugar más bello del recorrido y que su gente era la más simpática y atenta que habíamos encontrado. Y esto no lo dijimos para quedar bien, sino porque es la pura verdad.
El colombiano común es una persona afectuosa y carismática, muy interesada en que la estadía del forastero en su país sea lo más agradable posible, quizá como una forma inconsciente de borrar la mala fama que tiene esta castigada región. En Bogotá, a modo de ejemplo, no hubo un semáforo en el que no se nos acercara algún automovilista y nos preguntara de dónde veníamos. Al responderles que de Argentina, se sorprendían y exclamaban “¿en moooooto? Pero que ‘verraco’ estos ‘manes’; muy ‘chébere’ su aventura, que Dios los acompañe y bienvenidos a nuestro país”.
Otro de los destinos de este viaje fue, como hemos dicho, la ciudad de Bogotá, lugar en el que nos estaba esperando María Fernanda, una joven “costeña” muy bonita que nos alojó en su departamento y, para deleite de nuestros ojos, bailó, en una improvisada fiesta en la que abundó el aguardiente, “champeta” e intentó hacernos aprender algunos vericuetos de esa música muy parecida al reggaetón, pero cuya danza es híper-sensual. Allí conocimos también a sus amigos y a su hermano Sergio, todos quienes nos trataron muy bien durante un par de días. En esta enorme ciudad, cuyas calles y plazas recorrimos gustosos justo los días previos a las elecciones presidenciales (de las que resultó victorioso –en segunda vuelta- el pichón de Uribe, Juan Manuel Santos), visitamos el Museo del Oro, un espacio enorme que alberga, como su nombre lo indica, piezas de oro de la época prehispánica de una belleza arrolladora. Medellín, desde mi punto de vista, creo que Ramiro coincide en esto, es, después de Cartagena, la ciudad más linda que hemos visto, no por su casco urbano en sí, sino por el lugar en el que está enclavado. Uno llega a esta enorme urbe por unas carreteras que zigzaguean entre pronunciados cerros y desde una altura que mete miedo ve, perdido en el fondo del abismo y entre blancos nubarrones, los millones de casas que conforman la gran ciudad que muchos y por mucho tiempo ligamos (¿injustamente?) al nombre de Pablo Escobar. Toda la región que rodea a Medellín es hermosa y uno imagina que de tener un mango extra en el bolsillo no sería mala idea comprar una de las tantas casitas campestres que se ven perdidas entre el nutrido follaje que reviste las montañas.Amigos, no somos de dar concejos a nadie, pero si realmente quieren conocer un país de una belleza particular, no dejen de visitar Colombia, no sólo por sus paisajes, sino por la gente que lo habita, cuya muy agradable forma de ser contrasta notablemente con lo que vimos antes y con lo que veríamos después.

La odisea

Después de andar miles de kilómetros por esta región caímos en Turbo, un pueblo no muy lindo ubicado en la costa del Golfo de Urabá. Hasta allí llegamos con la intensión de embarcar nuestras motos rumbo a Colón, en Panamá (es la única forma de cruzar el Darién e ingresar al centroamericano país, ya que no existen rutas para hacerlo). Después de unos días de averiguaciones, contactamos a un tal “Teo”, dueño de un barco que estaba dispuesto a hacernos el “favor” de transportarlas, previo depósito en sus morenas manos de 400 dólares. La decisión de pagar esa suma, que es una fortuna para nosotros, fue todo un reto, y recién lo resolvimos luego de un frustrado intento de vender las máquinas al primero que nos hiciera una oferta (con carteles de “SE VENDE” pegados en las maletas anduvimos toda una tarde por el pueblo). Subir esas motos a la embarcación fue un sufrimiento (para los nervios y para el bolsillo), pero allí quedaron, en la bodega del “Doris Gill”, con la promesa de salir un par de días después rumbo a la costa panameña. Lo cierto es que, mientras escribo esto, es decir a casi una semana de la fecha en la que el maldito barco tendría que haber llegado, de las motos ni noticias.

Después de dejar los bólidos en “buenas manos”, partimos nosotros rumbo a la frontera Colombia – Panamá. El viaje nos demandó de dos largas horas a bordo de una lancha lo más parecido a una lata de sardinas que he visto en mi vida. En ese minúsculo aparato viajamos 32 personas en seis filas de asientos ocupadas cada una por cinco tipos (los otros dos no sé dónde estaban metidos). A mí particularmente me tocó una fila poco afortunada, ya que mis vecinos de banca eran cuatro personas nada flacas, entre ellas, justo a mí lado, una señora entrada en kilos que llevaba en brazos a su pequeña hijita. Lo cierto es que la lancha iba a los pedos y yo exprimido entre mis compañeros de viaje y a punto de expulsar las tripas en cada bandazo que el cascarón daba contra el oleaje. Mientras la nena lloraba desconsoladamente, la madre charlaba con sus amigas que iban atrás a los gritos y a dos centímetros de mi oreja. (En esos instantes yo miraba hacia el asiento en el que iba Ramiro, y lo veía cómodamente ubicado, con sus rulos al viento y su mirada protegida por oscuras gafas oteando el horizonte, evidentemente disfrutando de la travesía –lo que me indignaba aún más-).
Cuando la nena se cansó de llorar -después de que la madre le atajara diestramente un par de veces con una toalla el vómito que amenazaba con bañarme entero-, se durmió, con tanta mala fortuna que una pesadilla invadió sus sueños y me reventó a patadas, mientras la madre, con una mirada me decía “que le vamos a hacer, es una nena”. Y eso no fue todo, porque en el asiento ubicado justo frente a mí iba una joven pareja que a mitad del viaje no se le ocurrió mejor idea que ponerse a comer papas fritas. Verlos besarse a escasos centímetros de mí con sus trompas llenas de sal no fue tan terrible como soportar las migas que arrastraba el viento a mis ojos cada vez que ellos se llevaban un puñado a la boca. Afortunadamente Capurganá, el fin del viaje, me tenía reservado un premio más que estimulante. Esta población colombiana está ubicada a la orilla de una tranquila bahía, cuyas aguas no solo son calientes, sino que, además, son clarísimas y uno ve el fondo del mar y los peces sin más trámites que mirar hacia abajo. Allí permanecimos un par de días, disfrutando a pleno. Uno de esos días coincidió con el primer partido de Argentina y con mi cumpleaños, por lo que esa noche el festejo fue doble y nos jugamos enteros: cenamos tallarines (y no arroz con plátanos, que es nuestra dieta desde hace meses).

Fue en Capurganá que también conocimos a otro argentino que viaja hacia el norte, Antonio, que nosotros apodamos “Arturo” porque nunca nos acordábamos el nombre y que él aceptó como propio, resignado al equívoco. “Arturo” -que es un tipo al que las circunstancias de la vida lo han llevado, sin quererlo él, a conocer medio mundo, es un personaje para escribir un libro-. Con él viajamos un largo trecho y nos separamos recién en Panamá City, donde nosotros nos quedamos un tiempo, mientras el ponía proa a México, con destino a EEUU.







Esta bella mini población (Capurganá) fue la última partícula de tierra colombiana que pisamos antes de partir hacia Puerto Obaldía, la entrada a Panamá, país que nos tendría reservada otras aventuras, incluido un duro viaje de cuatro días a bordo de un barco de cargas, pero eso, queridos amigos, eso es otra historia.
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sábado, 5 de junio de 2010

Entre plátanos y Montañitas

Después de atravesar durante varias jornadas las desérticas costas de Perú, finalmente el 6 de mayo llegamos a la frontera de Ecuador. El contraste no podía ser más contundente: las inmensas extensiones de arena se transformaron de pronto en una enormidad poblada de verdes de todos los tonos. Parece como si la naturaleza misma se hubiera propuesto demarcar con su fuerza la línea que separa un país del otro.
Los contrastes, sin embargo, no sólo se observan en la vegetación; también se ven en las construcciones, las modestas viviendas rurales que, cruzando la frontera encuentran aparentemente más recursos para levantarse con cierta dignidad desde el suelo fangoso. Es que en Perú uno llega a creer que Norte es sinónimo de olvido, pues mientras más se avanza por las rutas increíblemente buenas, más pobreza y desamparo encuentra.

Basta andar un poco por Ecuador para darse cuenta por qué nos resulta familiar ese camino aunque lo transitemos por primera vez. En la diversidad de verdes, un aroma flota en el aire decorando las fotos que uno siempre imaginó encontrar en este país: el olor del banano.
Banana y Ecuador van tan de la mano que nos cuesta pensar en una sin inmediatamente asociarla con el otro. El plátano ha sido y es aún hasta tal punto importante en la economía de este país, que la zona productora por excelencia -la misma por la que entramos- lleva por nombre de provincia “El Oro”.
De todos modos, luego de tantas jornadas de muchas horas de manejo, nos habíamos propuesto que Ecuador sería un lugar de descanso y, a decir verdad, todo parece estar aquí complotado para que uno sienta que no hay lugar mejor para el relax. Sin más mapa que el deseo, preguntamos en Machala -nuestro primer destino- cómo llegar al mar. La respuesta, que parecía una invitación más acorde para el amigo Robert Langdon, fue: la ruta del spondilus.

Sin saber muy bien qué era -luego supimos que es una especie de caracol marino muy apreciado por las culturas precolombinas, que incluso los usaron como moneda para sus transacciones-, pusimos a rodar las motos hacia la costa, no sin antes hacer una fugaz escala en la mítica Guayaquil, una ciudad a primera vista hermosa, pero con un tráfico de temer.Ya bordeando la costa nos percatamos por qué a este océano lo bautizaron Pacífico. Aunque muchas de las playas de Ecuador son destinos privilegiado para los surfistas, en general las aguas son mansas, casi mecedoras, ideales para relajarse, cosa que hicimos sin mayores dilaciones, cuando dimos finalmente con un pueblito ya famoso: Montañitas.

Don Vito

“Acá nos quedamos por lo menos dos días” dijo uno y el otro asintió sin remordimientos ni culpa ni mucho menos sorpresa, porque estar un tiempo sentado en otro lugar que no sea la moto, era un deseo que el cuerpo y el espíritu nos pedían a gritos.

Así fue que empezamos a buscar un lugar donde poner nuestra carpa. A estas alturas nos habíamos vuelto especialistas en pedir sin tapujos permiso para armar nuestro iglú en cualquier lado, especialmente en estaciones de servicio, porque, para nuestra sorpresa, los campings, tan difundidos en Argentina, son algo prácticamente desconocido en todos los países por donde venimos pasando.

Por suerte en Montañitas vive un tipo muy peculiar. Dice llamarse Vito y tiene unas cuantas cabañas mediopelo a costos accesibles en un lugar privilegiado: sobre la costa misma y a las afueras del pueblo. Nosotros, sin embargo, optamos por acampar, la alternativa más barata que Vito acepta en su predio. Por dos dólares diarios, uno tiene derecho a un lugar para la carpa, un baño de dudosa higiene en el que hay que bañarse con balde y jarrito, pero sobre todo, a una vista maravillosa del mar lejos del histrionismo del turista.

Vito es un personaje singular. Alguno diría “un loco lindo”, otros directamente que “está limado”; entre carcajadas que estallan por cualquier cosa, Vito detalla muy por encima las normas del lugar y ofrece marihuana, cocaína, heroína, hongos, anfetas, y todo otro tipo de alucinógenos a modo de presentación de la despensa del complejo, aunque, a decir verdad, parece más una mandada de parte que otra cosa. Eso sí, antes de dejarte armar, Vito aclara que, si vas a fumar, lo hagas dentro de su propiedad: “ahí los puedo defender”.

Montañitas es un lindo lugar, bien armadito para el turismo. La única macana es, precisamente, eso: los turistas. ¡Qué extraño especimen! Salvando honrosas excepciones, los turistas de todas las latitudes parecen atacados por una epidemia de idiotez que los vuelve insoportables. Algunos cebados por lo dulce que les resulta el cambio de sus monedas fuertes, otros en busca del nirvana, rara vez se puede dar con alguno o alguna con quien poder conversar algo medianamente interesante.

De manera que optamos por hacer lo que mejor nos sale: aislarnos y regocijarnos en nuestro propio ocio. ¡Qué placer! Durante tres días no hicimos otra cosa que levantarnos, tomar un café, agarrar cada uno su libro, acostarnos en hamacas paraguayas bajo un quincho frente al Pacífico, o directamente en la playa, y no levantarnos de ahí hasta que nos volvía a picar el bagre y así sucesivamente. Eso es vida.

Más ocio

Pero como teníamos que seguir hacia Quito, consideramos que un cambio demasiado brusco podía ser letal, así que, tras tomar unos caminos equivocados, terminamos en Manta, la ciudad tristemente famosa por haber albergado una poderosa base naval norteamericana cuya infraestructura -típica de las películas- aún se puede apreciar, aunque ahora pertenece al Estado ecuatoriano. Muy cerca hacia el norte, recalamos en un pueblito que se llama Crucitas.

Nuevamente nos enfrentábamos al problema de dónde dormir sin pagar la fortuna que piden en cualquier lado. Y es que con la economía dolarizada (pero dolarizada en serio, de usar los famosos billetes verdes mismos), no podíamos dejar de multiplicar por 4 para coincidir en un unánime “ni en pedo”.

Por suerte hay gente bondadosa en esta tierra, y Ecuador parece haber tenido una suerte especial en el reparto de almas generosas. Sólo por preguntar, por si acaso, en una casa que tenía un buen espacio adelante, al frente mismo de la playa, dimos con Carmen Gonzenbach, una señora macanuda que sin más vueltas nos dejó poner la carpa por una noche, aunque nos quedamos dos y nos despidió emocionada con un abrazo.
Quito de reencuentro

Para ir desde Manta hacia Quito se pueden tomar dos caminos. Uno de ellos es más complicado por el tránsito, por las curvas, por los tramos en que los derrumbes se llevaron directamente un carril completo y por la niebla que, por momentos, no deja ver a más de dos metros. Para variar, sin hacerlo adrede, terminamos viajando precisamente por éste.
Sin embargo, y aunque la distancia es corta pero el tiempo en recorrerla se multiplica con los obstáculos, el paisaje que íbamos descubriendo a nuestro paso era sencillamente fabuloso. No sé si Tolkiem conoció estas tierras, pero nunca habíamos visto nada tan parecido a lo que podría ser el país de los hobbits: montañas perfectamente redondeadas que se suceden, se superponen, se alternan, llenas de verdes de toda intensidad y árboles gigantes, panzones, de piernas anchas, cascadas que aparecen de la nada al salir de una curva, arrojando desde alturas inimaginables un torrente de agua fenomenal. De a ratos uno regresa a su infancia, a los momentos en que un relato nos sumergía en esos paisajes de fábula.

Pero el viaje tenía, además, un aliciente especial. En Quito nos esperaban amigos que no veía hacía casi dieciséis años; amigos de esos que, a pesar del tiempo y las distancias, uno sabe que puede llegar sin previo aviso y que de inmediato tendrá lugar donde dormir y comer y sobre todo, el afecto intacto de siempre. Allí estaban Paty y Orlando, mis hermanos.

Los abrazos son algo que siempre me han emocionado de un modo especial, pero abrazarse en el reencuentro con gente tan querida es algo que sólo la alegría impide que uno se desarme del todo. En plena calle, tuve la sensación que sólo ese instante ya había justificado el largo viaje en que nos habíamos embarcado. Sin más trámites, en cosa de minutos Marcelo y yo ya estábamos acomodados en la habitación de Sara, la hija menor de Paty, y lo que en principio habíamos pensado como un par de días de descanso para seguir rumbo al norte, se fue prolongando sin oposición de nadie, en casi una semana de vida familiar en casa de Paty, Amanda y Sara.

Bien dormidos, bien comidos y sobre todo bien mimados, salimos a conocer la sorprendente Quito. Contra la imagen errónea que teníamos de la ciudad, la capital ecuatoriana es una joyita enclavada en la altura, entre los picos y los volcanes, llena de verde y flores, con un tránsito ordenado y buen gusto por donde se mire. Claro, también es una ciudad con una enorme historia y una cantidad de iglesias que la hacen una de las que mayor densidad de construcciones religiosas en el continente.

Patio del palacio presidencial.

Y no se trata de cualquier tipo de iglesias, sino edificios tan antiguos que muchos se mantienen en pie desde principios de la conquista, y albergan en su interior un impresionante tesoro artístico con lo mejor del barroco latinoamericano en su versión quiteña, uno de cuyos exponentes más impactantes es la iglesia de La Compañía, las más bella de las que conocimos hasta ahora, absolutamente cubierta de láminas de oro que brillan de tal modo que uno flota en una atmósfera áurea que lo abstrae por completo, hasta hacerlo sentir a las puertas del paraíso. Ya se sabe que la iglesia fue precursora del márqueting.

A pocos kilómetros de Quito, se encuentra el complejo “La mitad del mundo”, una miniciudad llena de bares, talleres de arte y hasta una plaza de toros que aún se usa -las corridas de toros, como las riñas de gallo, son dos aficiones que todavía de practican y mucho en Ecuador-, que rodean al hito que marca exactamente la línea ecuatorial. Allí fuimos con Orlando, quien fue un destacado periodista en su país hasta que decidió que era el momento de apostar a transformar la realidad desde un lugar más comprometido. Hoy es viceministro en el gobierno de Rafael Correa.
En su tercer mandato, Correa sigue teniendo una popularidad notable. Personaje complejo, carismático y también muchas veces contradictorio, su gobiernos estaba atravesando una situación de conflicto con la comunidad indígena que, aunque representa un sector reducido de la población que mayoritariamente se reconoce como mestiza, está muy bien organizada. La confrontación se da alrededor de un proyecto oficial de Ley de Aguas y las versiones de uno y otro sector parecen decir lo mismo pero con diferentes terminologías. No obstante el conflicto estaba en pie y muchas rutas estuvieron cortadas durante varias jornadas.

Llevarse una idea acabada de lo que sucede en realidad es muy difícil en tan poco tiempo. Uno apenas puede contar lo que oyó al hablar con la gente en los colectivos, en los mercados. Hasta ahí. Y lo que pudimos captar allí fue un respaldo importante al gobierno y sus posiciones, también un reconocimiento a que el país mejoró bastante y que los planes de ayuda han servido para los sectores más desfavorecidos hasta la llegada de Correa al poder.

Curioso cartel en la vidriera que guarda a una virgen. No hacen falta explicaciones...

Calle La Ronda, bien colonial, en pleno centro de Quito.
Baños públicos en las plazas de Quito, una interesante iniciativa.

Ya llevabamos casi una semana en Quito y la casa de Paty parecía que nos había alojado desde siempre. Charlas extensas con ella, con sus hijas Amanda y Sara, cenas “en familia”, paseos por la ciudad, todo nos tentaba para quedarnos un tiempo más. Pero los días iban pasando y, además de que nos corría el tiempo para llegar hacia nuestros próximos destinos, a muy pocos kilómetros de allí, otros amigos nos estaban esperando, con idéntica ansiedad, con el mismo afecto y ganas de abrazos. Así que, tratando de evitar las lágrimas, una mañana dejamos que todo pasara como cada día, pero en vez de un hasta más tarde, nos dimos con Paty un abrazo un poco más fuerte y nos despedimos con un hasta cuando volvamos a encontrarnos.

Más reencuentros, más despedidas

Apenas unas horas después ya estábamos en Ibarra, en la provincia de Imbabura, en el camino a Colombia. Allí, desde hacía varios meses, nos esperaban Ledys y Galo, dos amigazos que, al igual que Paty y Orlando, no había vuelto a ver desde los días felices de La Habana, hace dieciséis años. Como en Quito, aunque sabían que estábamos en camino, nuestra llegada fue sorpresiva, un poco porque no habíamos precisado fechas, otro poco porque, a decir verdad, nadie creía del todo que seríamos capaces de llegar tan lejos en nuestra locura.

Laguna de Cuicocha, formada dentro del cráter de un volcán.

Aún así, después de un llamado, no tuvimos que esperar ni media hora para que Ledys dejara plantado a medio mundo en su trabajo y estuviera con nosotros fundida en el mejor abrazo. Galo, mi amigo ecuatoriano apasionado de la biología, llegaría unos días más tarde de una expedición al medio de la Amazonía, pero eso no impediría que con su compañera y sus dos hijos, Amanda y Gabo, recorriéramos a carcajada viva buena parte de las bellezas que rodean la ciudad de Ibarra.

Así conocimos la impresionante laguna de Cuicocha formada en el crater de un volcán supuestamente inactivo, las lagunas de Mojanda, a más de tres mil metros de altura, una cascada en la que nos empapamos por una sorpresiva lluvia torrencial y el parque Cóndor donde se recuperan y en lo posible liberan, varias de las aves en peligro de extinción de la zona. También recorrimos Otavalo, tierra de mujeres especialmente bellas.


Pero sobre todo, cada jornada de las cuatro que terminamos quedándonos allí, terminaba invariablemente con largas charlas amenizadas con buena cocina cubana, anécdotas, recuerdos, ilusiones y ganas de quedarnos más. Serían por mucho tiempo las últimas horas en que nos sentiríamos en familia. Teníamos que seguir. Colombia se abría a pocos kilómetros como un enorme interrogante ante nosotros.
Esperamos al domingo a la llegada de Galo. Nos abrazamos, conversamos, pusimos al día el afecto entre vaso y vaso de vino, y a la mañana siguiente, con el alma y el cuerpo reparados, acomodamos las motos, dimos mil vueltas tratando de prolongar el instante en que teníamos que decir adiós. Nos abrazamos y partimos. Unas horas más tarde, estábamos en territorio colombiano, lleno de verde, al igual que Ecuador, pero también de verde militar, pero eso ya es otra historia. Leer más...