Después de atravesar durante varias jornadas las desérticas costas de Perú, finalmente el 6 de mayo llegamos a la frontera de Ecuador. El contraste no podía ser más contundente: las inmensas extensiones de arena se transformaron de pronto en una enormidad poblada de verdes de todos los tonos. Parece como si la naturaleza misma se hubiera propuesto demarcar con su fuerza la línea que separa un país del otro.

Los contrastes, sin embargo, no sólo se observan en la vegetación; también se ven en las construcciones, las modestas viviendas rurales que, cruzando la frontera encuentran aparentemente más recursos para levantarse con cierta dignidad desde el suelo fangoso. Es que en Perú uno llega a creer que Norte es sinónimo de olvido, pues mientras más se avanza por las rutas increíblemente buenas, más pobreza y desamparo encuentra.
Basta andar un poco por Ecuador para darse cuenta por qué nos resulta familiar ese camino aunque lo transitemos por primera vez. En la diversidad de verdes, un aroma flota en el aire decorando las fotos que uno siempre imaginó encontrar en este país: el olor del banano.
Banana y Ecuador van tan de la mano que nos cuesta pensar en una sin inmediatamente asociarla con el otro. El plátano ha sido y es aún hasta tal punto importante en la economía de este país, que la zona productora por excelencia -la misma por la que entramos- lleva por nombre de provincia “El Oro”.

De todos modos, luego de tantas jornadas de muchas horas de manejo, nos habíamos propuesto que Ecuador sería un lugar de descanso y, a decir verdad, todo parece estar aquí complotado para que uno sienta que no hay lugar mejor para el relax. Sin más mapa que el deseo, preguntamos en Machala -nuestro primer destino- cómo llegar al mar. La respuesta, que parecía una invitación más acorde para el amigo Robert Langdon, fue: la ruta del spondilus.
Sin saber muy bien qué era -luego supimos que es una especie de caracol marino muy apreciado por las culturas precolombinas, que incluso los usaron como moneda para sus transacciones-, pusimos a rodar las motos hacia la costa, no sin antes hacer una fugaz escala en la mítica Guayaquil, una ciudad a primera vista hermosa, pero con un tráfico de temer.

Ya bordeando la costa nos percatamos por qué a este océano lo bautizaron Pacífico. Aunque muchas de las playas de Ecuador son destinos privilegiado para los surfistas, en general las aguas son mansas, casi mecedoras, ideales para relajarse, cosa que hicimos sin mayores dilaciones, cuando dimos finalmente con un pueblito ya famoso: Montañitas.
Don Vito“Acá nos quedamos por lo menos dos días” dijo uno y el otro asintió sin remordimientos ni culpa ni mucho menos sorpresa, porque estar un tiempo sentado en otro lugar que no sea la moto, era un deseo que el cuerpo y el espíritu nos pedían a gritos.
Así fue que empezamos a buscar un lugar donde poner nuestra carpa. A estas alturas nos habíamos vuelto especialistas en pedir sin tapujos permiso para armar nuestro iglú en cualquier lado, especialmente en estaciones de servicio, porque, para nuestra sorpresa, los campings, tan difundidos en Argentina, son algo prácticamente desconocido en todos los países por donde venimos pasando.

Por suerte en Montañitas vive un tipo muy peculiar. Dice llamarse Vito y tiene unas cuantas cabañas mediopelo a costos accesibles en un lugar privilegiado: sobre la costa misma y a las afueras del pueblo. Nosotros, sin embargo, optamos por acampar, la alternativa más barata que Vito acepta en su predio. Por dos dólares diarios, uno tiene derecho a un lugar para la carpa, un baño de dudosa higiene en el que hay que bañarse con balde y jarrito, pero sobre todo, a una vista maravillosa del mar lejos del histrionismo del turista.
Vito es un personaje singular. Alguno diría “un loco lindo”, otros directamente que “está limado”; entre carcajadas que estallan por cualquier cosa, Vito detalla muy por encima las normas del lugar y ofrece marihuana, cocaína, heroína, hongos, anfetas, y todo otro tipo de alucinógenos a modo de presentación de la despensa del complejo, aunque, a decir verdad, parece más una mandada de parte que otra cosa. Eso sí, antes de dejarte armar, Vito aclara que, si vas a fumar, lo hagas dentro de su propiedad: “ahí los puedo defender”.
Montañitas es un lindo lugar, bien armadito para el turismo. La única macana es, precisamente, eso: los turistas. ¡Qué extraño especimen! Salvando honrosas excepciones, los turistas de todas las latitudes parecen atacados por una epidemia de idiotez que los vuelve insoportables. Algunos cebados por lo dulce que les resulta el cambio de sus monedas fuertes, otros en busca del nirvana, rara vez se puede dar con alguno o alguna con quien poder conversar algo medianamente interesante.
De manera que optamos por hacer lo que mejor nos sale: aislarnos y regocijarnos en nuestro propio ocio. ¡Qué placer! Durante tres días no hicimos otra cosa que levantarnos, tomar un café, agarrar cada uno su libro, acostarnos en hamacas paraguayas bajo un quincho frente al Pacífico, o directamente en la playa, y no levantarnos de ahí hasta que nos volvía a picar el bagre y así sucesivamente. Eso es vida.
Más ocio
Pero como teníamos que seguir hacia Quito, consideramos que un cambio demasiado brusco podía ser letal, así que, tras tomar unos caminos equivocados, terminamos en Manta, la ciudad tristemente famosa por haber albergado una poderosa base naval norteamericana cuya infraestructura -típica de las películas- aún se puede apreciar, aunque ahora pertenece al Estado ecuatoriano. Muy cerca hacia el norte, recalamos en un pueblito que se llama Crucitas.

Nuevamente nos enfrentábamos al problema de dónde dormir sin pagar la fortuna que piden en cualquier lado. Y es que con la economía dolarizada (pero dolarizada en serio, de usar los famosos billetes verdes mismos), no podíamos dejar de multiplicar por 4 para coincidir en un unánime “ni en pedo”.


Por suerte hay gente bondadosa en esta tierra, y Ecuador parece haber tenido una suerte especial en el reparto de almas generosas. Sólo por preguntar, por si acaso, en una casa que tenía un buen espacio adelante, al frente mismo de la playa, dimos con Carmen Gonzenbach, una señora macanuda que sin más vueltas nos dejó poner la carpa por una noche, aunque nos quedamos dos y nos despidió emocionada con un abrazo.

Quito de reencuentroPara ir desde Manta hacia Quito se pueden tomar dos caminos. Uno de ellos es más complicado por el tránsito, por las curvas, por los tramos en que los derrumbes se llevaron directamente un carril completo y por la niebla que, por momentos, no deja ver a más de dos metros. Para variar, sin hacerlo adrede, terminamos viajando precisamente por éste.

Sin embargo, y aunque la distancia es corta pero el tiempo en recorrerla se multiplica con los obstáculos, el paisaje que íbamos descubriendo a nuestro paso era sencillamente fabuloso. No sé si Tolkiem conoció estas tierras, pero nunca habíamos visto nada tan parecido a lo que podría ser el país de los hobbits: montañas perfectamente redondeadas que se suceden, se superponen, se alternan, llenas de verdes de toda intensidad y árboles gigantes, panzones, de piernas anchas, cascadas que aparecen de la nada al salir de una curva, arrojando desde alturas inimaginables un torrente de agua fenomenal. De a ratos uno regresa a su infancia, a los momentos en que un relato nos sumergía en esos paisajes de fábula.
Pero el viaje tenía, además, un aliciente especial. En Quito nos esperaban amigos que no veía hacía casi dieciséis años; amigos de esos que, a pesar del tiempo y las distancias, uno sabe que puede llegar sin previo aviso y que de inmediato tendrá lugar donde dormir y comer y sobre todo, el afecto intacto de siempre. Allí estaban Paty y Orlando, mis hermanos.

Los abrazos son algo que siempre me han emocionado de un modo especial, pero abrazarse en el reencuentro con gente tan querida es algo que sólo la alegría impide que uno se desarme del todo. En plena calle, tuve la sensación que sólo ese instante ya había justificado el largo viaje en que nos habíamos embarcado. Sin más trámites, en cosa de minutos Marcelo y yo ya estábamos acomodados en la habitación de Sara, la hija menor de Paty, y lo que en principio habíamos pensado como un par de días de descanso para seguir rumbo al norte, se fue prolongando sin oposición de nadie, en casi una semana de vida familiar en casa de Paty, Amanda y Sara.
Bien dormidos, bien comidos y sobre todo bien mimados, salimos a conocer la sorprendente Quito. Contra la imagen errónea que teníamos de la ciudad, la capital ecuatoriana es una joyita enclavada en la altura, entre los picos y los volcanes, llena de verde y flores, con un tránsito ordenado y buen gusto por donde se mire. Claro, también es una ciudad con una enorme historia y una cantidad de iglesias que la hacen una de las que mayor densidad de construcciones religiosas en el continente.
Patio del palacio presidencial.
Y no se trata de cualquier tipo de iglesias, sino edificios tan antiguos que muchos se mantienen en pie desde principios de la conquista, y albergan en su interior un impresionante tesoro artístico con lo mejor del barroco latinoamericano en su versión quiteña, uno de cuyos exponentes más impactantes es la iglesia de La Compañía, las más bella de las que conocimos hasta ahora, absolutamente cubierta de láminas de oro que brillan de tal modo que uno flota en una atmósfera áurea que lo abstrae por completo, hasta hacerlo sentir a las puertas del paraíso. Ya se sabe que la iglesia fue precursora del márqueting.

A pocos kilómetros de Quito, se encuentra el complejo “La mitad del mundo”, una miniciudad llena de bares, talleres de arte y hasta una plaza de toros que aún se usa -las corridas de toros, como las riñas de gallo, son dos aficiones que todavía de practican y mucho en Ecuador-, que rodean al hito que marca exactamente la línea ecuatorial. Allí fuimos con Orlando, quien fue un destacado periodista en su país hasta que decidió que era el momento de apostar a transformar la realidad desde un lugar más comprometido. Hoy es viceministro en el gobierno de Rafael Correa.

En su tercer mandato, Correa sigue teniendo una popularidad notable. Personaje complejo, carismático y también muchas veces contradictorio, su gobiernos estaba atravesando una situación de conflicto con la comunidad indígena que, aunque representa un sector reducido de la población que mayoritariamente se reconoce como mestiza, está muy bien organizada. La confrontación se da alrededor de un proyecto oficial de Ley de Aguas y las versiones de uno y otro sector parecen decir lo mismo pero con diferentes terminologías. No obstante el conflicto estaba en pie y muchas rutas estuvieron cortadas durante varias jornadas.
Llevarse una idea acabada de lo que sucede en realidad es muy difícil en tan poco tiempo. Uno apenas puede contar lo que oyó al hablar con la gente en los colectivos, en los mercados. Hasta ahí. Y lo que pudimos captar allí fue un respaldo importante al gobierno y sus posiciones, también un reconocimiento a que el país mejoró bastante y que los planes de ayuda han servido para los sectores más desfavorecidos hasta la llegada de Correa al poder.

Curioso cartel en la vidriera que guarda a una virgen. No hacen falta explicaciones...
Calle La Ronda, bien colonial, en pleno centro de Quito.
Baños públicos en las plazas de Quito, una interesante iniciativa.
Ya llevabamos casi una semana en Quito y la casa de Paty parecía que nos había alojado desde siempre. Charlas extensas con ella, con sus hijas Amanda y Sara, cenas “en familia”, paseos por la ciudad, todo nos tentaba para quedarnos un tiempo más. Pero los días iban pasando y, además de que nos corría el tiempo para llegar hacia nuestros próximos destinos, a muy pocos kilómetros de allí, otros amigos nos estaban esperando, con idéntica ansiedad, con el mismo afecto y ganas de abrazos. Así que, tratando de evitar las lágrimas, una mañana dejamos que todo pasara como cada día, pero en vez de un hasta más tarde, nos dimos con Paty un abrazo un poco más fuerte y nos despedimos con un hasta cuando volvamos a encontrarnos.
Más reencuentros, más despedidasApenas unas horas después ya estábamos en Ibarra, en la provincia de Imbabura, en el camino a Colombia. Allí, desde hacía varios meses, nos esperaban Ledys y Galo, dos amigazos que, al igual que Paty y Orlando, no había vuelto a ver desde los días felices de La Habana, hace dieciséis años. Como en Quito, aunque sabían que estábamos en camino, nuestra llegada fue sorpresiva, un poco porque no habíamos precisado fechas, otro poco porque, a decir verdad, nadie creía del todo que seríamos capaces de llegar tan lejos en nuestra locura.
Laguna de Cuicocha, formada dentro del cráter de un volcán.Aún así, después de un llamado, no tuvimos que esperar ni media hora para que Ledys dejara plantado a medio mundo en su trabajo y estuviera con nosotros fundida en el mejor abrazo. Galo, mi amigo ecuatoriano apasionado de la biología, llegaría unos días más tarde de una expedición al medio de la Amazonía, pero eso no impediría que con su compañera y sus dos hijos, Amanda y Gabo, recorriéramos a carcajada viva buena parte de las bellezas que rodean la ciudad de Ibarra.

Así conocimos la impresionante laguna de Cuicocha formada en el crater de un volcán supuestamente inactivo, las lagunas de Mojanda, a más de tres mil metros de altura, una cascada en la que nos empapamos por una sorpresiva lluvia torrencial y el parque Cóndor donde se recuperan y en lo posible liberan, varias de las aves en peligro de extinción de la zona. También recorrimos Otavalo, tierra de mujeres especialmente bellas.


Pero sobre todo, cada jornada de las cuatro que terminamos quedándonos allí, terminaba invariablemente con largas charlas amenizadas con buena cocina cubana, anécdotas, recuerdos, ilusiones y ganas de quedarnos más. Serían por mucho tiempo las últimas horas en que nos sentiríamos en familia. Teníamos que seguir. Colombia se abría a pocos kilómetros como un enorme interrogante ante nosotros.

Esperamos al domingo a la llegada de Galo. Nos abrazamos, conversamos, pusimos al día el afecto entre vaso y vaso de vino, y a la mañana siguiente, con el alma y el cuerpo reparados, acomodamos las motos, dimos mil vueltas tratando de prolongar el instante en que teníamos que decir adiós. Nos abrazamos y partimos. Unas horas más tarde, estábamos en territorio colombiano, lleno de verde, al igual que Ecuador, pero también de verde militar, pero eso ya es otra historia.
Leer más...