Dos amigos decidimos animarnos a la locura. Con casi nada, salvo una enorme ilusión y muchas ganas, resolvimos que era ahora o nunca el momento de concretar nuestro sueño: recorrer el continente americano en moto. Ahí vamos.

viernes, 20 de agosto de 2010

Buceando en las aguas de Xel-há

Estábamos convencidos que, después de ese día en Tulúm, ya nada podría impactarnos como entonces. Sin embargo, por esas vueltas que tiene la vida, nuestra amiga nos tenía preparada una sorpresa que nunca hubiéramos conocido si no hubiese sido por ella. Nos habríamos perdido uno de los lugares fascinantes con que cuenta este hermoso país: un parque ecoturístico a orillas del Caribe y con un río interior de una belleza indescriptible. Es privado y forma parte de una trilogía de parques que fundó un arquitecto mexicano de apellido Quintana, de esos tipos ante cuya genialidad y visión no queda otra que sacarse el sombrero. Porque cuando a diario se sabe de tanto millonario cabrón que dilapida fortunas en las cuestiones más mezquinas, saber que hay tipos como éste que decidió generar toda una infraestructura para poder contemplar una de las maravillas naturales más impresionantes del mundo, y que además lo hace con un criterio de aportar al desarrollo económico y cultural de los pueblos de alrededor, construyendo escuelas y centros de salud, becando a los hijos de sus trabajadores para que estudien, cuando el Estado brilla por su ausencia, entonces uno simplemente debe reconocerle su gesto y agradecer su aporte.
El parque se llama Xel-Há (ya verán un link en nuestro blog en agradecimiento a la gentileza de invitarnos a conocerlo) y combina un paisaje selvático con las aguas turquesas y esmeraldas de su río interior y sus cenotes. Allí se pueden hacer desde caminatas guiadas por la selva, navegar en gomones por el río hasta desembocar en una caleta, hacer snorkeling (algo en lo que ya adquirimos cierta destreza después de tragar unos cuantos litros de agua salada) para quedar maravillado con los peces multicolores que a centenares nadan alrededor de los corales y caracoles gigantes. También se puede comer hasta que la panza quede tirante en tres restaurantes con una oferta culinaria inabarcable.
Todo eso lo incluye la entrada al parque (transporte interno en bici o trencito, las comidas a tenedor libre cuantas veces se quiera, el equipo de snorkel, protectores solares biodegradables y hasta toallas limpias en varios puntos, como para secarse cuando uno le de la gana). Aparte de eso, hay algunas actividades acuáticas fascinantes: bucear con escafandras para encontrarse y poder acariciar mantarrayas tan mansas que se acercan y se dejan tocar sin inmutarse, sumergirse con equipo de buceo por debajo de un cenote (una formación geológica que, según dicen, se da únicamente en Yucatán) a tres metros de profundidad, y nadar con manatíes, esos animales míticos que viven en la desembocadura de los ríos de aguas cálidas y que increíblemente llegaron a confundirlos con sirenas y que son tan grandes como tiernos. De las tres, hicimos sin pasar papelones las dos primeras; la última estaba restringida pero sí pudimos darles de comer y acariciar los manatíes cuya mansedumbre explica en gran medida que se encuentren en peligro grave de extinción.
Con la escafandra sumergiéndonos para nadar con las mantarrayas.
Dando de comer a los manatíes.

México espectacular

Aún impactados después de pasar un día entero en ese lugar, nuestra amiga nos preparaba otra sorpresa para la noche. A unos kilómetros de Xel-há, en otro de los parques creados por el arquitecto Quintana, el Xcaret, cada noche se pone en escena “México Espectacular”, un impresionante espectáculo de teatro, danza, luz y sonido en el que participan más de 300 artistas que entran y salen de escena durante casi dos horas representando la historia y la cultura de todo México.
Listos para bucear en un cenote.
Ya de por sí el lugar donde se hace es deslumbrante: un gigantesco campo de juego de pelota (uno de los deportes que practicaban los mayas) con tribunas alrededor que de pronto se oscurece para dejar que suenen los instrumentos de aquella cultura legendaria tocados en vivo. Cuando se encienden algunas luces uno queda directamente maravillado y boquiabierto. No volveremos a subir la mandíbula hasta varios minutos después de que termine el espectáculo. Desde un juego de pelota en vivo, como se jugaba entonces, con un balón de goma y pegándole con la cadera (sí, con la cadera) para embocarlo en unos aros verticales a los costados de la cancha (y se puede, créanlo), pasando por una recreación de la vida de los mayas y su interrupción con la conquista -el momento sin duda más intenso del show, que directamente eriza la piel-, la época de la colonia y más tarde la de la independencia, el espectáculo repasa la historia mexicana con un despliegue de actores, músicos, indumentaria, juegos de luces descomunal y perfectamente sincronizado, sin fisuras.
La gente estalla cuando empiezan a representarse las diversas culturas del país con su música, su vestimenta: mariachis por aquí, charros por allá, cada rincón del país aparece y los aludidos estallan en gritos y ovaciones. No falta el “¡Viva México cabrones!”, ése grito lleno de dignidad que aún hoy se escucha en cada festejo por la independencia o la revolución en esta tierra hermosa y maltratada, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos. Y a uno le sale de las tripas un “¡Viva!” que se une y se funde con la de los centenares que a esa altura estamos más que emocionados.
Ni tan siquiera como reproche, pero sí con un dejo de tristeza, nos quedamos con las ganas de alguna alusión en el espectáculo a la revolución mexicana, que no aparece; una pena, por lo que significa como gesta histórica para quienes habitan esta tierra, por lo que significa como faro de dignidad para quienes no la habitamos pero la sentimos nuestra, y también porque, sin dudas, turísticamente seguramente tendría como valor agregado si se quiere. Por lo demás, y salvo algún detalle menor en la calidad de sonido, un espectáculo impecable y emotivo.
Esta foto, un poco descolgada, es de Isla Mujeres, otro de los lugares preciosos que nos hizo conocer nuestra amiga.


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Algo así como el paraíso

Viajar por el interior de México es una experiencia sencillamente cautivante. Todo desborda de los límites a los que uno tiene acostumbrados los sentidos: los colores, los olores, los acentos y hasta los idiomas, las lluvias y los ríos, el absurdo, la generosidad… Así salimos de Palenque, una tarde de aguacero que parecía llevárselo todo a su paso y que, sin embargo, después de unas horas, el cielo se apiadó de la tierra mientras nosotros esperábamos, carcomidos por la curiosidad, el ómnibus que nos llevaría a nuestro siguiente destino: Tulúm y Playa del Carmen, sobre el Caribe mexicano.
Y es que, a esta altura del partido, habíamos resuelto que nuestra economía no soportaba actitudes desprendidas y por lo tanto debíamos encontrar las opciones más baratas para seguir nuestro camino. Y las encontramos. Claro que lo barato, se sabe, supone bancarse las consecuencias. En tren de laucherío, compramos unos pasajes que salían menos de la mitad que los de empresas conocidas para recorrer las 13 horas de viaje que nos esperaban hasta Playa del Carmen, sin clima (aire acondicionado) y sin baño (dos paradas eran la única posibilidad deshacerse de lo que el cuerpo decidiera). A la hora de salida, los anuncios con megáfonos convocaban a pasajeros con destinos siempre diferentes que el nuestro. Mientras veíamos partir los colectivos, poco a poco fuimos tomando dimensión de lo que nos esperaba en el medio día siguiente. Después de dos horas y 45 minutos de retraso, finalmente se anunció la partida de nuestro ómnibus que estaba, tal vez como estrategia de márketing, a la vuelta de la esquina, donde no podía ser visto por sus futuros ocupantes. Modelo 65 o 70 a golpe de vista. De esos que se ven en las películas norteamericanas recorriendo las tórridas rutas de los EEUU. Pintado con brocha gorda en las partes que no estaban oxidadas. “Patria o muerte”, dijimos y al apoyar el pie sobre el primer escalón, notamos que éste se hundía unos cuantos centímetros vencido más por el óxido y el olvido que por el peso.
El tapizado, como es de imaginar, no estaba en mejores condiciones, aunque los asientos, para no ser injustos, no eran menos incómodos que los que habíamos tenido que soportar en el servicio “de primera” que nos había transportado por el doble de precio desde el DF a Palenque. Sorprendentemente el motor arrancó al primer giro de la llave. Unos minutos después, un desconcertante grrrrrrrrgktprrrrrrrrrrrkpt sonó en alguna parte cuando el chofer quiso meter primera. Nos miramos y, sin decirlo, sabíamos que ninguno esperaba que esta unidad llegara a buen puerto. El ruido se repetía en cada cambio de marcha, pero parecía que el carromato igual andaba y nadie esperaba que no fuera así. Pero a la hora de viaje, más o menos, después de una dudosa parada, nos informaron que debíamos pasarnos a otro micro. Un modelo 80 u 85, le calculamos, que obviamente ya traía pasajeros de no sabemos dónde, por lo que debíamos acomodarnos en los lugares que encontrásemos. Marcelo, como Lucky Luke más rápido que su sombra, encontró las últimas dos butacas vacías juntas y allí nos apoltronamos sin intención de movernos. Para nuestro asombro, el micro tenía clima. Un alegrón. Sólo que el chofer tenía el termostato jodido y se empecinaba en convertir el ómnibus en un transporte refrigerado. Veníamos de un colectivo sin aire, por lo que nadie pensó en abrigos. Las 11 horas restantes, acalambrados de enroscarnos sobre nosotros mismos, tratamos de dormir algo, pero era un intento en vano.
Así llegamos a Playa del Carmen.

A las siete de la mañana estábamos sobre la ruta que une tres de los balnearios más famosos de México: Tulúm, Playa del Carmen y Cancún. Entre los primeros dos nos hospedaría una buena amiga, a la que veríamos recién a la tarde. Así que ya en la terminal de Playa, con los ojos como el dos de oro, resolvimos que era un buen momento para darnos un lujito, apenas un descanso, una licencia de bacanes en lo que es uno de los lugares más bellos que hemos visto: Playa del Carmen (claro, aún no habíamos descubierto Tulúm).
Sabíamos de Playa por algunos amigos que habían incluso vivido allí hace algunos años, pero cuando llegamos nos encontramos con algo absolutamente diferente de lo que nos habían contado. En los últimos 5 a 6 años la ciudad pasó de ser un rincón bohemio sobre la costa más bella de la península de Yucatán, a transformarse en un impresionante destino turístico, lleno de gringos y europeos por todos lados e inundada de hoteles de todo grupo y factor, en general con tarifas acomodadas para los billetes fuertes. Eso, sin embargo, no le quita un gramo de belleza, pues si hay algo que se ve que les sobra a los inversionistas, además de plata, claro, es buen gusto.
Nuestra indumentaria, muy raleada como es de imaginar a esta altura de nuestro viaje, y nuestras mochilas pobretonas a las que habíamos atado con unas soguitas nuestras manchadas bolsas de dormir, no estaban que digamos muy a tono con el ambiente. Caminando tan campantes por la peatonal entre rubias atomatadas por el sol, en un momento nos miramos el uno al otro y nos percatamos de que teníamos más pinta de linyeras que de turistas, así que, después de buscar un mercadito barato donde comer, muertos de risa, rumbeamos hacia la playa y, en un acto de arrojo, nos alquilamos dos reposeras con su sombrilla, que usamos hasta que tuvieron que echarnos porque ya cerraban. Mochilita al lado, libro, un par de cervezas y un mar de una transparencia que ninguna pileta podrá igualar nunca, creíamos haber llegado al paraíso mismo. Pero nos faltaba mucho por ver, o al menos un lugar: Tulúm.

Los mayas no eran ningunos bobos

Ya de nochecita nos encontramos con nuestra amiga que nos había ofrecido alojamiento por dos días, pero al final nos terminó soportando casi cinco. La única condición, nos dijo, es que hiciéramos un asado que es, al final de cuentas, lo que más se extraña después de la familia y los amigos. Cumplimos, comimos, tomamos y nos reímos e hicimos reír con las anécdotas de nuestra pequeña Odisea y así nos ganamos nuestro reconfortante alojamiento con agua caliente y buena gente incluidos.
Entrada a la ciudad amurallada de Tulúm.

Descartado ya como destino Chichén Itzá, una de las principales ciudades del imperio maya, por cuestiones de agenda y de presupuesto, no queríamos dejar de conocer una de las ciudades emblemáticas de esa cultura: su puerto más famoso y que deslumbró a los españoles cuando la vieron por primera vez, allí coqueta y majestuosa sobre un acantilado que mira uno de los mares más bellos del planeta. Las ruinas de Tulúm, pequeñas en comparación con otras como Palenque o Tikal, son no obstante, de una belleza arrolladora. Y es que si ya habíamos constatado que cada emplazamiento elegido por los mayas era en lugares espléndidos, en medio de selvas imponentes y a orillas de ríos que no podían ser vistos más que como mágicos, el caso de Tulúm nos llevó a la conclusión, nada científica por cierto, y hasta se diría vulgar, que los mayas no eran ningunos bobos para elegir dónde vivir.
El Castillo, la construcción más grande de la ciudadela.
Edificaciones de ensueño que aún se mantienen en pie a pesar del embate de centenares de huracanes, pinturas que todavía dejan verse en colores intensos aunque carcomidos por el tiempo y la sal, paredes esculpidas con seres con penachos de plumas y cabezas de animales que se obstinan en que el viento no termine de gastar sus logradas líneas; todo va apareciendo y arrobándole la mirada a uno que no tiene ojos para tanta belleza, que apenas si puede retener la imagen más reciente cuando al doblar una esquina se encuentra con una más magnífica pidiendo lugar en la memoria, impregnando con su entereza la retina. Los sentidos no nos alcanzan.
Caminamos bajo un sol implacable, pero incapaces de detenernos sospechando que nuestros pasos se están posando acaso en las mismas huellas de aquellos pobladores que fueron capaces de construir dos torres cuyas ventanas en paredes opuestas servían a los navegantes para saber en qué momento debían poner la proa rumbo a la costa para no encallar en los corales. Cuando uno camina estas calles, cuando cierra los ojos e imagina cómo habría sido la ciudad entre los siglos XIII y XIV -su época de esplendor en la ruta de comercio marítimo desde la actual Honduras hasta Yucatán-, se sorprende acumulando odio contra aquellos conquistadores ignorantes que destruyeron como bestias lo que podría haber sido un gran legado de sabiduría e historia.
Esta ciudad amurallada (eso significa “Tulúm”) por tres de sus lados, tiene como límite este uno de los paisajes más hermosos que pueda verse. Desde la altura de “El castillo”, la estructura más grande y con forma piramidal, se puede divisar claramente el horizonte sobre el mar Caribe, una inmensidad de colores verdes y turquesas que lamen unas playas de arenas finísimas y blancas como talco que, para colmo de placeres, nunca se calientan más de lo justo para poder descansar a gusto y caminar sin perder la piel de las plantas de los pies a los diez metros antes de llegar al agua.
Esta era la vista que tenían los habitantes de Tulúm.
Los "voladores de Papantla", una tradición que se mantiene desde la época de los mayas.

Nada nos iba a sacar de allí hasta que no nos hubiéramos hartado de tanta hermosura. Buscamos la primera palmera que nos prodigara una sombra gratuita, miramos a los costados como marcando territorio y allí nomás, sin mediar mayor dilación, dejamos nuestras cosas y corrimos como chiquilines al agua. Tal vez a la hora, cuando ya la piel no encontraba tejido para arrugarse más, salimos por primera vez, pero sólo por un rato porque quién puede resistirse a un mar así en el que, encima, el agua no está ni tan fresca como para no animarse ni tan caliente como para que dé lo mismo estar afuera que adentro; lo justo, bah. Estábamos extasiados.

Decididos a disfrutar las magníficas playas de Tulúm.


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