Dos amigos decidimos animarnos a la locura. Con casi nada, salvo una enorme ilusión y muchas ganas, resolvimos que era ahora o nunca el momento de concretar nuestro sueño: recorrer el continente americano en moto. Ahí vamos.

viernes, 20 de agosto de 2010

Por Chiapas y sin el Sub

“Como si llegaran a buen puerto mis ansias… como si hubiera donde hacerse fuerte… como si para crecer sobraran las escaleras…”. Dicen los que saben y lo corroboran los que han visitado el lugar, que entre todas las ruinas mayas de la península de Yucatán, las de Palenque son si no las más imponentes por lo menos las más hermosas. Con unos y con otros coincido yo, que no sé tanto ni tanto he visto. Me he impuesto evitar en estas crónicas caer en el lugar común de describir todo lo que me ha sorprendido con gastados adjetivos que de tanto que dicen terminan por no decir mucho. Por eso, queridos amigos, trataré de no decir, por ejemplo, que los templos prehispánicos tardíamente descubiertos por los hombres “civilizados” son “maravillosos”, ni que el contorno donde se erigen estas moles de piedras es “fantástico”, y mucho menos diré, o por lo menos intentaré no hacerlo, que las pinturas, esculturas, relieves y monumentos hechos por los indígenas centroamericanos son “magníficos”. De hecho todos estos calificativos no vienen mal para describir tamaña obra, pero recorreremos, al menos espero, otros caminos para contar lo visto.Más allá de las particularidades del lugar, que las tiene, lo concreto es que estos relatos con que los hemos venido surtiendo desde hace ya seis meses, amigos y amigas, se han cafraterizado por ser medianamente descriptivos en cuanto a los detalles vivenciales de la aventura. Les guste o no (yo creo que sí) seguiremos por esta senda en las crónicas que queden por escribir sobre este viaje que, lamentablemente para nosotros, esta llegando irremediablemente a su fin.
A la ruta otra vez

Así es que después de pasar una temporada de descanso en casa de Charly “Blues” en pleno Distrito Federal mexicano y de poner en remojo las nalgas, enrojecidas después de soportar 20 mil kilómetros sobre los cada vez menos mullidos asientos de las motos, decidimos internarnos en el México profundo (o más o menos) y sacrificarnos un poco visitando lugares de Chiapas y de Yucatán. Debido a algunos problemillas surgidos en el ingreso a este querido país (problemitas que, insistimos, en algún momento serán develados, aunque no sé si alguna vez resueltos), optamos por dejar aparcadas las Jawas bajo un solidario techo y montar un camión (que es como llaman aquí a los micros) para recorrer, por si los ya hechos fueran pocos, otros miles de kilómetros.
Obviamente cuando uno mira el mapa mexicano se quiere morir al descubrir la cantidad de lugares dignos de pegarse una vueltita que hay. Encima, cada mexicano con el que uno “platica” no hace más que recomendar otros sitios a los que “híjole, no puedes dejar de visitar”. Lo terrible no es la interminable lista que así se arma, sino la tristeza de ver una billetera a la que le sobran los agujeros.
En fin, lo cierto es que de esa infinita y tentadora hoja de ruta recomendada por turísticas publicaciones y comedidos chavos, quedó apenas una delgada línea que atravesaba un par de lugares que, con o sin plata, no podíamos dejar de visitar. Después de interminables 13 horas arriba de un no tan cómodo como caro autobús (280 pesos argentinos), llegamos a Palenque, en el corazón de Chiapas. Ni bien pusimos un pie en tierra (8 de la mañana) levantamos el otro para subir a una combi que nos trasladó al complejo donde están las ruinas (aunque para ruina sobraba con nosotros). Este sitio histórico queda a unos 10 minutos de Palenque y se accede por una ruta angosta que zigzaguea entre una tupida vegetación. El tour (algo a lo que nosotros no estamos acostumbrados) nos exigió el desembolso de 150 pesos tricolores, unos 12 dólares, es decir, siguiendo con la mecánica de cálculo y conversiones que hemos practicado durante los diez países recorridos, 48 pesos de los nuestros.
Apenas llegamos descubrimos que no éramos los primeros en arribar ni seríamos, en esa jornada, los últimos. En concreto, el parque estaba hasta las manos de gente, entre ella innumerables gringos y europeos, aunque una buena cantidad de locales, algo que es bueno encontrarse en este tipo de lugares. Supusimos que los 150 pesos incluían la entrada a las ruinas. Como tantas veces en este viaje, supusimos mal y sin chistar abonamos otros 51 mariachis per cápita.
Hasta que uno no está a menos de treinta metros el complejo de ruinas es inexistente. Recién se comienza a distinguir en toda su plenitud cuando el sendero principal deja a un lado los enormes árboles con sus lianas incluidas, y la frondosa y verde vegetación se abre a un enorme playón alfombrado (de algo muy parecido al césped), punto desde donde no sólo se aprecia el magnífico templo central, sino también los demás edificios del complejo. No vamos a hacer historia aquí, porque para eso está google, pero lo cierto es que las ruinas de Palenque recién fueron puestas bajo la lupa por los civilizados hombres de lejos en el año 1773, es decir casi un par de siglos después de fundada la cercana población que lleva el mismo nombre.
Cuando nosotros llegamos, pasadas las 8:30 si de algo estaba alfombrado el lugar era de turistas. Llegados desde donde uno se imagine. Sacar una foto sin que se cruce algún gringo o europeo fue casi una odisea. Y no se pudo, porque cuando estos no se cruzaban sí lo hacía algún argentino o mexicano. En fin, así es la cosa. Lo cierto es que le sacamos el jugo a la entrada, no por el costo, sino porque el lugar realmente se merece que uno se tome un merecido tiempo para recorrer cada rincón, cada edificio, mirar cada relieve y admirar cada panorámica.
Si algo no eran estos mayas es tontos. Hay que estar allí para admirar los lugares que escogieron para levantar sus ciudades y templos políticos y religiosos. A uno realmente se le cae la mandíbula al recorrer con la mirada los alrededores de estas ciudadelas. Sentarse en un altar de piedra corroído por el tiempo y mirar el paisaje que se abre alrededor es realmente sobrecogedor. (Y mirar las muchachas que máquina en mano no le dan respiro al gatillo, ni hablar). En medio de ese ambiente, obviamente están los infaltables vendedores ambulantes, que ofrecen máscaras, calendarios mayas en el soporte que se imaginen, pulseritas, anillos, plumas pintadas con una amplia paleta de colores, estatuillas, mini pirámides, además de decenas de niños que recorren los senderos vendiendo a tres por diez pesos colgantes de cerámica con los signos del zodíaco, obviamente con figuras mayas.

Recorrer cada uno de los numerosos templos lleva un buen tiempo, además hay que estar más o menos en estado porque todos los edificios (muy bien conservados algunos) tienen interminables escaleras, con peldaños cortitos que te dejan las pantorrillas a la puerca miseria. Como una imagen dice más que mil palabras, preferimos que disfruten de las fotos que tomamos (si bien es cierto que también tomamos otras cosas) y gocen como lo hicimos nosotros durante las varias horas que le dedicamos a las ruinas de Palenque.

Pero como no somos ningunos improvisados y a nosotros no nos embaucan así nomás, con la mejor cara de malos que nos salió exigimos a la empresa de turismo que contratamos que, por lo menos y teniendo en cuenta lo que nos habían cobrado, nos llevaran a las cataratas de Agua Azul y a un par de cascadas. “Pos eso está incluido, manitos”, nos dijo el chofer con cara de fastidio, dejándonos ante los demás pasajeros como un par de nabos. Las cataratas son bajitas, también las cascadas, pero su belleza está en que son escalonadas y en cada remanso el agua se ve de un color distinto, lo cual las hace un espectáculo digno de no dejar de visitarse. Eso sí, hay que bancarse el viajecito de unos 60 kilómetros desde las ruinas hasta estos paraísos, recorrido que la combi va como cuete, entre curvas y contracurvas, y para colmo en esa región a determinada hora siempre llueve. Si uno no larga las enchiladas por la ventana en este tramo puede considerarse un héroe, porque el revoltijo de tripas es tremendo.
Al costado de la ruta, finita y en bastante mal estado, hay muchos puestitos de artesanías, también vendedores de camisas de una tela especial y remeras con la infaltable cara de Marcos estampada en la espalda. En este tramo, en no pocas veces, nos cruzamos con los verdes Hummer del ejército mexicano, con soldados sentados en fila empuñando gruesos fusiles y en las alturas uno de ellos acariciando una intimidante ametralladora (o como se llamen).
Amigos, si andan por México no pueden dejar de visitar Palenque, no tanto el pueblo, que no tiene demasiados atractivos que digamos (más allá de un parque de diversiones donde por poca plata le pueden a uno correr la cortina y dejar al desnudo a la mujer de tres pechos o a una serpiente con cabeza de mujer).
Después de dos días de palenquear de lo lindo, partimos en otro autobús (que nos hizo acordar a los colectivos de El Zorzal) hacia Tulúm, un paradisíaco lugar que nos tenía preparadas otras aventuras.


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