La experiencia del Machu Picchu es altamente recomendable, pero no sólo ese sitio es digno de pegarse una vueltita si la economía y el tiempo lo permite. Perú tiene una riqueza arqueológica impresionante y, a diferencia por ejemplo de Bolivia, sabe explotarla. Nazca es otro lugar por los que anduvimos. Si bien el pueblo no es gran cosa y el camino desde Cusco es largo y monótono, las famosas líneas de Nazca son un espectáculo admirable. Obviamente para verlas en toda su magnitud hay que sobrevolar la desértica zona, cosa que requiere de unos 70 dólares por cada interesado que pretenda subir al aparato volador que durante diez minutos lo mareará por el cielo para que disfrute de figuras como las del mono, el colibrí y otros contornos enormes dibujados hace cientos de años y que admirablemente aún perduran.
Aunque a esta altura no merezca aclaración, es bueno resaltar que nosotros no subimos al avión y optamos sí por subir a un mirador de robustos caños por tan sólo dos soles. Lo que se ve no es mucho, para qué vamos a mentirles, pero es representativo de todo lo que se puede admirar en el lugar.
Lima en familia
De Nazca comenzamos el lento ascenso hacia Lima, previa escala en Pisco, un pueblo que recién y después de tres años se está reponiendo de la devastación que provocó un fuerte terremoto que no sólo destruyó gran parte del caserío sino que dejó miles de víctimas.
Lo que se ve es lo que queda de la antigua municipalidad. Al lado, el espacio vacío, era la iglesia de Pisco, donde durante el terremoto buscaron refugio centenares de personas, familias enteras que quedaron sepultadas bajo los escombros.
La costa peruana, a lo largo de la cual va la principal carretera, es una inmensa extensión de desierto.
En la capital peruana permanecimos cuatro días, acompañados por el hermano y amigo Tato, que nos facilitó hospedaje en el mismo lugar donde pernocta en su sacrificado camino a la refrigerante fama. Con él visitamos el Callao y Miraflores, y como niños famélicos en la vidriera de un restauran, permanecimos interminables minutos contemplando cómo los turistas pagaban los 150 soles para tirarse en parapente desde uno de los maravillosos acantilados limeños que se elevan a la orilla del tranquilo Pacífico.
En el camino a Trujillo nos encontramos con Raúl, medio argentino, medio brasilero, que andaba también rodando estos caminos.
Los Moches también existen (o existieron)
Tras una corta despedida con “El Tato”, abrazos y promesas de reencuentro incluidas, partimos nuevamente hacia la ruta que nos llevaría a la frontera con Ecuador. La carretera desde Lima hacia el norte costea el mar y es tan buena como todas las que recorrimos en Perú. Luego de varios cientos de kilómetros y de varias noches durmiendo en estaciones de servicio, llegamos a Trujillo, una ciudad enclavada en uno de los tantos valles fértiles que de tanto en tanto aparecen entre las ondulaciones del enorme desierto de la costa peruana.
Habíamos visto unas fotos de unas ruinas en un folleto turístico y hacia allí íbamos, pero por fortuna, unos lugareños nos hablaron de un complejo descubierto hace relativamente poco y que era maravilloso. Casi dudando, fuimos hacia las Huacas del Sol y de la Luna que, según los arqueólogos, fueron el centro administrativo y religioso de la cultura Moche, muy anterior a la Inca.
Allí confirmamos lo que nos habían dicho: nos encontramos con dos enormes estructuras levantadas exclusivamente con ladrillos de adobe (se calcula que unos 145 millones en total). En realidad son elevadas pirámides de barro que en su interior atesoran una riqueza cultural enorme y que, desde no hace mucho (principios de la década del 90) están siendo investigadas. Por ahora sólo se trabaja en la Huaca de la Luna, que sería el complejo religioso de la sociedad Moche, mientras que a decenas de metros la Huaca del Sol espera que el gobierno se digne a financiar el costo de su investigación arqueológica. Mientras tanto el complejo, o mejor dicho lo que queda de él tras los reiterados saqueos que ha sufrido, continúa su lento pero inevitable deterioro por el paso del tiempo y las inclemencias del clima.
Si algo llama la atención en la Huaca de la Luna aparte de la construcción misma, son las paredes trabajadas con altorrelieves multicolores de increíble belleza, la mayoría en honor al dios degollador al que veneraban y al que ofrendaban cada tanto un par de vidas humanas. Los arqueólogos descubrieron que, en realidad, no es una pirámide, sino que son al menos cinco que se fueron construyendo una encima de la otra, en distintas etapas en las que, la parecer después de algún cambio en la jerarquía que conducía a su nación, se rellenaba el interior y se ampliaba el exterior para armar el nuevo nivel. Así, los altorrelieves del nivel anterior sólo se pueden ver vaciando el piso del superior, cosa que se puede apreciar en varias partes del complejo.
La visita termina junto a la rampa que subía hasta la cima de la pirámide y allí los ojos sencillamente no alcanzan para admirar tanta belleza, tanto despliegue de colores y figuras que se graban en la retina y uno los sigue viendo durante muchos días después de haber dejado las hermosas Huacas.
¿Y “la Casa Verde”?
De Trujillo a Piura (que es muy distinta a la que teníamos dibujada en la cabeza a partir de las novelas de Vargas Llosa) sólo nos demandó un par de jornadas de lucha contra los fuertes ventarrones que azotan la desértica región. El recorrido por Perú prácticamente lo hicimos bordeando la costa del Pacífico. A lo largo de los cientos de kilómetros pudimos apreciar cómo el peruano -o el extranjero capitalista que todo lo invade- aprovechó, como quien saca agua de un ladrillo, cada espacio de la reseca e inhóspita tierra. Así, en los amarillentos desiertos hizo surgir extensos parrales, interminables plantaciones de caña de azúcar, planicies tapizadas con espárragos (de exportación), pimientos, arroz y, también, para desgracia de las narices, innumerables criaderos de pollos.
Diez días anduvimos por el hermoso Perú, de donde nos llevamos el grato recuerdo de las maravillas visitadas y el trato cordial de su gente, y de donde también nos llevamos los oídos como camote, de tanto escuchar la bocina de taxis y de los incontables moto-taxis que afloran por sus ciudades y pueblos y cuya costumbre es bocinear todo el tiempo para indicar que están “libres”.
El 6 de mayo cruzamos la frontera a Ecuador, pero eso, amigos, eso ya es otra historia.
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