Gobernador Costa fue nuestro destino inmediato, tras partir
de Perito Moreno. Pero al salir de este pueblo encontramos un negocio de venta
de repuestos de moto, así que ahí nomás nos jugamos con los gastos y compramos
los cuatro necesarios litros de aceite y en el taller del formoseño Jiménez (un
muchacho que habitualmente trabaja en la mina de oro y plata de la zona)
cambiamos el viscoso líquido y aprovechamos que nos prestó herramientas y el
lugar para acortar las cadenas, que ya estaban recontra estiradas.
De ahí comenzamos la escalada, pasando por Río Mayo, previo
ripio, hasta Gobernador Costa, donde pernoctamos en el camping municipal, por
unos módicos 10 pesos por persona, mas otros 5 por una duchita, que José pudo
aprovechar, ío no, porque cuando quise sacarle el jugo a los cinco mangos que
deposité en las morenas manos de la administradora del lugar, el agüita se
había esfumado.
De Gobernador Costa enfilamos mochos para Esquel, lindo
lugar, pero de un nivel de costos no apto para dos motoqueros roñosos como
nosotros, por lo que después de cargar combustible, comernos unos sanguchitos
en el centro, y dar la vuelta del perro por la plaza, pasamos a nuestro próximo
objetivo: Cholila, o mejor dicho, la bellísima Cholila, un pueblito enclavado
en la montaña donde nos esperaban Demecio y Patricia, más conocida como “La
Pato”, donde además de encontrar un poco de calor de hogar, nos comimos un
tierno asado de “ternera” –el raro corte de tapa de pecho- y nos clavamos
varias Iguanas, pa’menizar la tertulia. Para llegar a Cholila hay que desviarse
unos 35 km de la ruta 40, pero el camino es verdaderamente una hermosura por
sus paisajes. La verdad, es que dan ganas de irse a vivir a esos pagos (ya
anduvimos averiguando precios de lotes y alquileres). El pueblito está a casi
80 km (mas o menos) de El Bolsón. La ruta 40 desde esa parte hacia el norte es
realmente para disfrutar, salvo los tramos de ripio, pero eso es otra historia
y a su manera (masticando tierra) también se disfrutan. En este pueblito
“hipie” o “jipi” (según los cursos de la Policía Federal Argentina –Peter
Capusotto-), solo nos detuvimos para disfrutar de unos verdes (léase mates) en
la plaza y seguir rumbo a Bariloche, que también atravesamos sin detenernos
demasiado, pues ya habíamos estado ahí más de una vez y es un quilombo. Así
pues, decidimos pegarle hasta Villa la Angostura. En Bariloche compramos un
pedazo de tapa de asado, una cerveza y una bolsa de leña, con la sana intención
de churrasquear debajo de la primera planta que se nos cruzara en el camino. Lo
cierto es que anduvimos con esas vituallas casi 30 km –haciendo equilibrio con
las cosas para no perderlas- hasta que encontramos un camping a la orilla del
lago. Mejor lugar no podríamos haber elegido (salvo por el costo, de 75 pesulis
per cápita, que para nosotros, que veníamos pagando 10, resultaba descabellado
–sobre todo para José, jeje-). Mientras las brasitas hacían su labor, el
compañero armó las cañas de pescar y diligente rumbeó para el cristalino lago,
para ver si anzuelaba algo para ofrecernos una opípara cena. Como era de
esperar, no pescamos nada, por lo que ni bien el sol bajó, se puso la olla en
el fuego y disfrutamos de unas exquisitas sopitas en sobre, más un cacho reseco
de carne que había quedado arriba de la parrilla y que se salvó de milagro de
ser engullida por unos perros que vagaban por el camping.
Al otro día atravesamos Villa La Angostura, San Martín de
los Andes y Junin de los Andes, para detenernos unos 25 km al norte de esta
pintoresca ciudad, a la orilla de un caudaloso río, entre unos tamariscos y
junto a un campamento de Vialidad. Cuando la marca extraordinaria de recorrer
40 km solo para buscar un par de birras parecía una proeza enorme y muy difícil
de superar, pues el Jóse lo volvió a hacer y no solo eso, sino que superó su
propio registro y anduvo 50 km con el mismo propósito, proveer al equipo de dos
refrescantes Budweiser –las artesanales eran muy caras- más un “sabroso”
paquete de salchichas. Yo, solito, armé la carpa, algo es algo no.
De ese solitario lugar de acampe, pusimos marcha rumbo a
Chos Malal, otro punto fijado como meta para hacer noche. Ese tramo fue largo
hasta Las Lajas, pasando por Zapala, donde como una excentricidad nos comimos,
por fin, unas milangas con papas. Contentos porque llevábamos un ritmo parejo y
todo hacía prever que llegaríamos temprano, como para buscar tranquilos un
camping y comprar algo para masticar, paramos un rato a la sombra de un gran
arco de rústica madera que anunciaba la proximidad de “Ciudad de Loncopué”.
Después de unos minutos de boludeo, nos dimos cuenta que entre Las Lajas y Chos
Malal no habíamos visto en el mapa ningún pueblo o sitio que nos llamara la
atención como para hacer un alto, mucho menos una “ciudad”, obviamente. Nos
miramos y sin decir palabras volvimos a chequear el trazado y, efectivamente,
le habíamos pifiado de ruta. En concreto, hicimos 120 km al pedo, por lo que a
Chos llegamos casi a las diez de la noche. Afortunadamente fue fácil ubicar el
camping municipal y, más afortunadamente, a un carnicero que si bien ya había
limpiado el mostrador, se apiadó de nosotros y nos cambió por unos pocos pesos
un cacho de carne, que fue dignamente degustado como a la una de la mañana. Para
esa altura del camino quien les narra esto llevaba ya dos noches durmiendo
sobre el cálido piso, porque un diminuto e inhallable pinchazo inutilizó mi
mullido colchón inflable. Recién dimos con el agujerito –no sean mal pensados-
en Malargüe, pero la reparación duró lo que un suspiro, por lo que hasta el fin
del viaje la precariedad fue la norma a la hora de conciliar el sueño. El tramo
de Chos Malal a Malargüe es muy complicado, porque hay muuuuuucho ripio y en
muy malas condiciones, encima las camionetas, principalmente, van como
chicotazo y no les importa nada, por lo que así como hay que ir cuidándose de
no salirse de la huella e irse de trompa contra el pedregullo, también hay que
ir relojeando los toscazos mordidos por las ruedas de los autos y no recibir
alguna en el mate.
A Malargüe llegamos a la miseria de tierra y para completar
el panorama, la única nube que se dibujaba en el límpido cielo se posó sobre
nuestras humanidades y descargó unos escasos milímetros, los suficientes para
que quedáramos hechos unos adobones. En esta ciudad paramos en el camping
municipal, el sábado por la noche, pagando “xincuenta” pesos (así escribió la
recepcionista) y disfruté, por radio, del baile que ofreció la orquesta “Milito
y Bou” al ritmo del “cuatro por uno”.
El domingo abandonamos la preciosa ruta 40 y comenzamos el
retorno a tierras pampeanas, no sin antes detenernos un par de jornadas en San
Rafael, más precisamente en el Valle del Atuel, donde disfrutamos del río y el
lunes ofrecimos una fiesta por el cumpleaños de José, de la que participamos él
y yo, comiendo un cojonudo y sabroso hasta el hartazgo medio chivo, bien
regado.
De este pueblo por donde el Atuel pasa caudaloso y es
aprovechado por las agencias de turismo para ofrecer sus servicios para la
práctica de algunos deportes acuáticos, partimos el 20 rumbo a Santa Rosa,
distante a casi 500 km. En el camino tuvimos algunos inconvenientes con una de
las motos que fueron solucionados a lo argentino: con alambre. Ese sencillo
elemento es a la mecánica, creer o reventar, como la cerveza al organismo:
vital. Pasadas las siete de la tarde arribamos a Toay city, donde fuimos
recibidos por la familia Rodríguez-Szelagowski (o como se escriba), con unas
pizzas y mas cerveza.
Y así, queridos amigos, termina este nuevo recorrido
en moto por nuestra querida Latinoamérica, en esta oportunidad, recorriendo
poco más de 8 mil kilómetros por la misteriosa e inquietante Patagonia. Por lo
tanto no queda más que despedirnos, agradecer a todos ustedes por la compañía y
prometerles que ya vendrán otras crónicas y otras fotos, de otros viajes que ya
están siendo craneados por uno de los integrantes de este equipo: “Naked” Jóse.PD: las fotos están en el grupo de face (abierto para todos: ushuaiaidayvuelta). Leer más...