Dos amigos decidimos animarnos a la locura. Con casi nada, salvo una enorme ilusión y muchas ganas, resolvimos que era ahora o nunca el momento de concretar nuestro sueño: recorrer el continente americano en moto. Ahí vamos.

domingo, 4 de abril de 2010

Sucre, la primera ciudad de Bolivia

Después de una larga e injustificada ausencia, acá estamos de nuevo para llevarles hasta sus cómodos hogares un capítulo más de esta aventura que ya lleva más de dos meses de vigencia y un recorrido de aproximadamente 8 mil kilómetros. Repasando un poco nuestro itinerario de Bolivia, hemos visitado en poco más de 30 días varias de las ciudades más importantes del país, entre ellas Villa Monte, Tupiza, Tarija, Uyuni, Potosí, Sucre, Oruro, Cochabamba, Santa Cruz de la Sierra, La Paz, Copacabana y, también, algunos pueblitos menos significativos por su cantidad de habitantes pero bastante vistosos en cuanto a los paisajes en los que están enclavados, como Villa Tunari, Samaipata, Beretí y muchos otros.
Obviamente en los caminos que unen a una ciudad con otra y de los que ya hemos hablado bastante, nos hemos encontrado con paisajes estupendos, interminables cadenas de cerros que si bien desde la distancia parecen todas iguales, a medida que nuestro ávido ojo se aproxima y comienza a vislumbrar los detalles se encuentra con una variedad increíble de colores que realmente uno no se explica cómo cuernos pueden existir tantas diferencias de composisión estando unos pegados a otros. Así, un cerro de intenso color amarillo se intercala entre otro verdoso y un tercero color ladrillo, y al pie de ellos, casi siempre, un cauce que en el mejor de los casos arrastra con distinta intensidad un chorro de agua cristalina.
Pero no todo es montañoso en la impactante Bolivia (impactante desde el punto de vista paisajístico), porque dejando atrás los cerros se abren planicies también multicolores, verdes de interminables pastizales, amarillo pálido de resecos minidesiertos, blancos intensos de infinitos salares y vívidos celestes de inesperadas lagunas, donde nuestros mismos ambiciosos ojos viajeros no alcanzan a discernir a qué distancia la tierra se une irremediablemente al cielo.



Todos esos deslumbrantes paisajes y muchos otros disfrutamos en nuestro largo recorrido por Bolivia. Ya contamos de nuestra grata estadía en Oruro, donde participamos, como simples espectadores, de un emotivo acto del MAS (en esa ciudad y en el homónimo Departamento finalmente el partido de Evo hizo una excelente elección arrebatándole el gobierno a la oposición) y también de nuestra inolvidable experiencia en Potosí y la angustiante caminata por el interior de las venas abiertas del esquilmado Cerro Rico (aunque ya no tanto).
Los caminos luego nos arrastraron a la histórica y colonial ciudad de Sucre, uno de los lugares habitados que más nos ha gustado en esta maratónica recorrida por el suelo boliviano. En Sucre, antigüa sede de la Real Audiencia de Charcas y del poderoso Arzobispado, recorrimos varios museos (siempre y cuando el precio de la visita no excediera los 10 bolivianos) e iglesias, que las hay y muchas, teniendo en cuenta que desde la primera mitad del 1600 el poder regional de la Iglesia se concentró en Chuquisaca, actual nombre del Departamento cuya capital es, justamente, Sucre.
Sucre nació, creció y tomó vital importancia debido a su cercanía con los principales centros mineros de la región, pero fundamentalmente porque los conquistadores instalaron allí los fundamentales organismos gubernativos y sus imponentes residencias particulares, motivo por el cual es también significativa la riqueza cultural de esta ciudad.


Además de las innumerables iglesias de todos los tamaños y formas que uno se pueda imaginar, Sucre cuenta con enormes monumentos, edificios públicos y, aunque parezca mentira, un par de Arcos del Triunfo en escala reducida, un obelisco, no tan bajo, y hasta una diminuta Torre Eiffel que no vacilamos en trepar, pensando que quizá nunca podamos hacerlo en la metálica torre parisina.





Como nuestro arribo a Sucre fue unos días previos al acto electoral, nos encontramos, como ya nos había pasado en todas las ciudades y pueblos que recorrimos anteriormente, con un nutrido movimiento proselitista de las distintas fuerzas políticas. Si bien a esta altura estábamos un tanto hartos de tanta propaganda y poca importancia le prestábamos a los discursos, pasacalles y carteles, uno de estos últimos no dejó de llamarnos poderosamente la atención cuando lo divisamos flameando en la altura de una columna de alumbrado. Debido a que en un primer momento y a simple vista no creímos lo que veíamos, con los ojos achinados fuimos arrimándonos hasta comprobar que verdaderamente "La Falange" -así se denomina la fuerza política en cuestión-, desde la negrura de sus afiches convocaba a los bolivianos a votar no sólo por la "Moral", sino también por "Dios", la "Patria" y el "Hogar". !!!Mammma mmía¡¡¡



Como en cada rincón de Bolivia, también en la bonita Sucre nos topamos con una "abuela" de nuestras máquinas; en este caso una Jawa del tiempo de ñaupa, tuneada al mejor estilo guerrero con una blanca estrella pintada en los laterales del verde tanque de nafta. Ya que estábamos, le sacamos una foto, cosa que no repetiremos porque sino tendríamos que dedicar todo el blog a colgar fotos "jaweras".
Además de los impresionantes edificios, iglesias y monumentos, Sucre gratamente nos sorprendió por la belleza de sus espacios públicos, deliciosamente ornamentados y cuidados por un ejército de mujeres que culo para arriba están todo el tiempo perfeccionando los innumerables canteros y manteniendo a raya el verde césped. Sucre no parece una ciudad boliviana si tomamos en cuenta lo que veníamos viendo en nuestro largo viaje por el país, ya sea por el orden de sus parques y plazas o porque aún perdura en sus angostas calles y vistosas residencias un cuidado estilo colonial que otras ciudades (como Potosí, por ejemplo) no se tiene en cuenta en lo más mínimo, a pesar de ser éste uno de los motivos por el que turistas de todo el mundo arriban cada día del año.






Uno de los sitios dignos de ser visitados en Sucre es la Casa de la Libertad, instalada en un viejísimo edificio universitario de los jesuitas y por cuyas aulas pasaron las figuras más relevantes de la política y la cultura Boliviana. Pero lo más significativo es que en su salón principal (al cual le sacamos una foto a pesar de no haber pagado los 15 bolivianos que nos pedían por apretar el gatillo, no por vivos, sino porque nos pareció un abuso que nos cobraran la entrada y aparte pretendieran hacer lo mismo por llevar una cámara), se declaró la independencia en 1825.
El imponente edificio, que data del 1700, está estructurado en torno a una plaza central en cuyo centro una fuente testigo de mejores y revolucionarios tiempos continúa humedeciendo su base con una serie de chorritos de agua que caen de una superficie superior. A los cuatro costados una galería adornada con arcadas contínuas hace de antesala de los distintos espacios en los que se ha distribuido el museo. Así, una las paredes de una de las enormes salas esta revestida con cuadros de los numerosos presidentes (electos y de facto) que ha tenido Bolivia a lo largo de su historia, incluido el mismísimo Evo Morales (que, esta es una opinión personal, no está muy bien pintado que digamos).
En otra sala y protegidos solamente por un cordón bastante carcomido por el tiempo, se exhiben distintos trajes y vestidos que se usaban en tiempos de la colonia, incluidas las peinetas y otros accesorios personales de damas y caballeros de la época.
Junto a este espacio, otro guarda en un cofre de vidrio y como un tesoro invaluable la bandera de Belgrano, que no es como la actual insignia argentina, sino que tiene los colores invertidos. Esa misma sala atesora espadas, cuchillos y pecheras metalicas que usaban los ejércitos de antaño.
El salón central es sencillamente impactante. Se trata de un gran rectángulo donde a cada lado hay, a distinta altura, filas de sillas de madera tallada que terminan en un altar con una gran mesa y unos sillones que impresionan. El salón es igualito a las fotos que el entrañable Billiken traía en su edición dedicada a las fiestas patrias. Sobre la maciza puerta de ingreso, un palco color oro (y suponemos que debe ser oro nomás) engalana el majestuoso salón que es ilumunado por un par de relucientes arañas de cristal. Amigo, si va a Sucre, visite este lugar (además es la ciudad con más lindas pibas de Bolivia).















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sábado, 3 de abril de 2010

En la fiesta de 15 del MAS

No creo recodar con mediana exactitud la última vez que algo distinto a una fresca brisa me produjera el por todos conocido fenómeno “piel de gallina”. Esa rara sensación en la epidermis fue la que experimenté cuando Evo, en la intersección de la Avenida del Ejército y 6 de Agosto, en la agitada ciudad de Oruro, gritó desde un palco atestado de banderitas multicolores, aquella revolucionaria y por entonces muy sentida frase “Patria o Muerte”, y desde el llano la garganta popular completó, como un coro mil veces ensayado, el esperanzador “venceremos”.

Quiso la casualidad que nuestra corta estadía en la añeja cuidad de Oruro coincidiera con el acto de cierre de campaña del MAS y que nada menos que el presidente boliviano trepara al palco para acompañar a los numerosos candidatos que tratarán este domingo 4 de abril de arrebatarle esa ciudad a la reaccionaria oposición.
También quiso la casualidad que no sólo presenciara junto a mi co-equiper un acto partidario -muy distinto a los numerosos cierres de campaña de los que participé como periodista pampeano-, sino que fuera parte, de alguna manera, del quinceañero festejo de ese movimiento político (MAS-IPSP) que intenta, y lo está logrando, devolverle al pueblo boliviano más que el reconocimiento a nivel mundial, el imprescindible respeto de los demás.

La “rEVOlución” boliviana marcha a paso firme y esto no es una simple afirmación simulando una expresión de deseo. Cada elección deja al desnudo un crecimiento que, aseguran muchos, todavía no tiene techo. Los candidatos, que desde un palco montado sobre la caja de un camión a metro y medio de altura, empuñan el micrófono no tanto para prometer (que lo hacen) sino para arengar a propios y extraños, auguran un triunfo arrollador. Los más moderados hablan de un apoyo del 80 por ciento, lo cual no es una locura pensando que en las últimas elecciones el MAS arañó esa cifra en el departamento orureño.
Venceremos

“Patria o Muerte”, “Pacha Mama o Muerte”, Planeta o Muerte”, vocifera Evo cuando por fin, y después de varias horas de “números” musicales, llega el micrófono a sus manos. Sobre el semirremolque de otro camión ubicado en uno de los costados los jóvenes gritan desaforados “dignidad” y desde la otra acera una sobrecargada banda musical no da respiro con el single de campaña (pegadizo como pocos). Desde el incontenible corazón del mitín, en tanto, indígenas, estudiantes, profesionales, mineros, comerciantes y tantos otros no pierden detalle de las encendidas palabras del “líder espiritual admirado en el mundo entero”, según lo presentan.
Desde mi privilegiado lugar -junto a Esther Morales, la hermana el “presi”- aparto la vista del actor estelar y veo a Ramiro, cámara en mano, intentando escalar una columna del palco para llevarse el premio de un primer plano de Evo. No lo consigue por la intransigencia de un “seguridad”, pero siento a la distancia que eso no lo frustra, lo importante para él y para mí es estar ahí y sentir, aunque sea “de pasada”, la magia de este proceso histórico para el país. Tanto él como yo, además, lamentamos que muchos bolivianos que ocasionalmente hemos conocido a lo largo de este viaje –todos muy buenas personas- renieguen de este presente y no entiendan la importancia de lo que están viviendo y que, por ejemplo, llamen despectivamente a Morales “el indonecio”, es decir mitad indio mitad necio.
Desde la altura del palco Evo no promete, repasa lo hecho y lo que ha sembrado y espera cosechar en los próximos años. También advierte sobre los infaltables y molestos moscardones que se enquistan en los ojos de los bueyes que tiran del arado del progreso y la liberación boliviana. No anda con medias tintas. Blandiendo su índice en la fresca noche de Oruro asegura que no le temblará el pulso, cueste lo que cueste y caiga quien caiga, para aplastar a esas moscas que se empeñan en oscurecer el horizonte del país.
Esta vez la advertencia tiene destinatarios internos precisos: los dueños de los ingenios azucareros que, para poner palos en la rueda del vertiginoso cambio, venden afuera más barato que adentro. “Si no cambian de actitud me veré obligado a nacionalizarlos”, dice cejijunto Evo. Todos los que ahí estamos le creemos.

A los enemigos, la justicia

Ramiro y yo -que nos presentamos en el acto como periodistas argentinos y nos cobijamos debajo del ala protectora de un organizador que nos trató como pichones y nos colocó no sólo en primera fila a un par de metros del palco sino junto a la hermana del presidente, con quien nos sacamos un par de fotos, sentimos admiración hacia este boliviano que con el puño en alto grita convencido, entre otras cosas, que tanto el FMI como el Banco Mundial “algún día deberán resarcir a los latinoamericanos por todos los daños que les han causado”, y no deja de advertir sobre el juego perverso de la “derecha vendepatria, enemiga del pueblo” que conspira minuto a minuto para recuperar lo que ya inevitablemente se le escurrió de las manos.
El acto tuvo algunas particularidades tales como que entre discurso y discurso una numerosa banda musical ataviada de sus típicos trajes del altiplano arremetiera con temas larguísimos, momento en el que un grupo de guapas militantes aprovechaba para arrojar desde el palco bolsitas con hojas de coca a la multitud, mientras otras niñas entregaban a cada asistente un sanguchito de mortadela, que por cierto estaba muy rico.

Evo les dice a los suyos que deben sentirse orgullosos, porque “Bolivia dejó de ser indigna”, y porque “ahora no sólo se nos reconoce en el mundo, sino que se nos respeta”.
El discurso tiene todo lo que hace falta y todo lo que uno espera. Repasa lo hecho, lo que se está haciendo y lo que se piensa hacer. Pero emociona cuando ataca a los “terratenientes y oligarcas que le han venido robando al pueblo boliviano”. Es en ese momento cuando la marea azul de cientos de banderitas parece que va a romper los límites que la contiene. Y Evo lo sabe y lo explota, no por “tribunero”, sino porque sabe de lo que habla y porque él mismo es parte del sector que durante mucho tiempo vivió de las migajas que dejaban caer los poderosos de siempre cuando arrastraban el codo para llevar el suculento bocado a sus fauces. “Ha intentado esa derecha sacarme con un golpe de Estado”, casi susurra a miles de oídos, para elevar de pronto la voz y elevando el puño enorgullecerse diciendo que “fracasaron sencillamente porque cuando el pueblo se junta escapan como los delincuentes que son”.

Morales no olvida a los amigos de Bolivia, por eso desde la distancia y con el incomparable respaldo de su gente les recuerda a Fidel y a Chavez que “no están solos”, que “acá está el pueblo boliviano que también lucha contra el imperialismo norteamericano”. Tampoco deja de recordar Evo a otros presidentes latinoamericanos como Ortega, Correa y Mujica, a quienes les recomienda que perseveren en sus principios y que mantengan la fuerza “que aquí estamos nosotros para compartir lo poco que tenemos”.

El presidente habla más de media hora y todos lo seguimos con atención, porque sabemos que al final volverá a gritar esa frase que tanto molesta a la clase media alta boliviana de ciertas regiones del país: “Patria o Muerte”, y el pueblo “masista” volverá a desgañitarse con el “Venceremos”, para a dúo, después, coronar la noche con el eterno “Hasta la Victoria, Siempre”.
El final es una fiesta. La banda que sonó toda la jornada desde una de las tribunas baja al pavimento y durante varios minutos hace bailar a la multitud y también a Evo, que se mueve ondeando una Wiphala –bandera multicolor incaica-. El no baila abrazado a una chola para quedar bien ni por payaso (como el inefable ex presidente nuestro que lo hacía con odaliscas), sino porque es su música, porque está en su tierra natal (Oruro) y porque está entre su gente.
Después de seis horas y cansados pero contentos, nos retiramos del lugar para que ellos sigan con su fiesta, como si los dejáramos en el fragor de un acto íntimo.

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Potosí: cerro rico, pueblo pobre

Con los ojos astillados por la inmensidad del salar de Uyuni, emprendimos viaje hacia Potosí, la ciudad que, sin duda, representa con mayor claridad lo que significó la conquista para nuestro continente.

Después de atravesar una extensa pampa a casi cuatro mil metros de altura, llena de paisajes maravillosos, cerros multicolores y, cada tanto, unas formaciones tan extrañas que no parecen siquiera de este planeta, divisamos por primera vez el majestuoso cerro rico.

Descubierto por el indio Diego Huallpa en 1545, el cerro rico de Potosí ya lleva varios siglos de explotación, tragándose de a millares la vida de los lugareños y perdiendo año a año, varios metros de su altura original. Cuenta la leyenda que, buscando una llama extraviada, Huallpa decidió hacer noche al pie del cerro y, para mitigar el intenso frío, encendió su fuego. La llama que le sirvió de abrigo encendió la mecha fatal del destino del lugar. Ante sus ojos incrédulos, todo brillaba a su alrededor: era la plata que, allí nomás, a flor de tierra, se esparcía por la mítica montaña que los incas conocían como Potojsi.
El descubrimiento, claro, encendió la lujuria de los conquistadores. Al año ya se habían instalado en la base del cerro y empezaban a preparar la infernal maquinaria que exprimiría durante 500 años la plata y el estaño, de cuya riqueza apenas si se encuentran vestigios en nuestro continente. Varias iglesias europeas podrían atestiguar, desde sus relucientes altares, el destino de aquella incalculabe cantidad de toneladas de metal precioso que extrajo durante siglos la industria más poderosa de la conquista de América, alimentada con combustible de sangre india primero y de sangre africana más tarde.

De aquélla época queda poco, y lo que queda en pie, en su mayor parte está en ruinas. Los opulentos palacetes de la ciudad colonial, son hoy conventillos o mercados en los que, puestitos al lado de puestitos, la gente pasa el día intentando vender exactamente lo mismo. Sin embargo, una de las construcciones que aún preserva su grandeza es la Casa de Moneda.
Con sus inmensos patios coloniales, la Casa de Moneda llegó a ser el centro de la acuñación mundial de monedas. Primero con gigantescas máquinas de madera puestas a funcionar con la fuerza de caballos, luego con otras a vapor y más tarde con eléctricas. Allí, desde 1763, se siguó acuñando monedas hasta bien entrado el siglo XX, más precisamente hasta 1951. Paradojas de la historia: Bolivia, que tuvo en su seno la fábrica de monedas del mundo, hoy manda a hacer al exterior hasta las de 50 centavos.
Por donde se lo mire, el cerro es majestuoso. Aún hoy, su color disonante con el entorno, sigue llamando la atención. La ciudad se estructuró alrededor de él. Los conquistadores más lejos; los indios destinados a las minas, más cerquita. Eso se llama administración del espacio! De hecho, dos granes pórticos separaban una parte de la ciudad de la otra y todavía ahora los mineros tienen su mercado del lado de los indios.

El mercado de los mineros se llama "El calvario", suponemos que por obvias razones. Allí se pueden conseguir desde faroles, hoja de coca y alcohol de 96 grados, que es el que toman dentro de la mina, hasta dinamita que se compra sin prospecto ni documento.

Por momentos, Potosí parece detenida en el tiempo. Hasta las ataduras de las campanas de las iglesias son de una especie de fibra vegetal que parecen haber sido hechas cuando inauguraron el campanario.
La ciudad podría ser hermosa, ciertamente, y encanto no le falta. Las callejuelas coloniales, sus infaltables balcones de madera trabajada hasta la locura, sus bellísimos portones, tiene todo para ser realemnte una joya que reluzca más allá de la vocación del viajero por hurgar por debajo del sarro y el polvo que deposita sobre ella el descuido y la falta de políticas de rescate del patrimonio histórico.








Tal vez, sin embargo, no sea sino la confirmación de lo que describía Eduardo Galeano hace casi 40 años en "Las venas abiertas de América Latina", esa especie de fatalidad que supone el hallazgo de fuentes de riqueza en nuestras tierras que, paradójicamente, las condenan a una pobreza tan grande como la bonanza de la que gozan sus explotadores.
A medida que uno se acerca al cerro real, las cosas cambian de color, en el sentido literal de la expresión: el rojizo que se observa a la distancia se va enturbiando, llenando de grises, verdosos y azulinos que no son otra cosa que los desperdicios que la expltación minera fue dejando durante siglos en las laderas sin importar nada. A 4.100 metros sobre el nivel del mar está la entrada a una que fue abierta en 1.650 y desde entonces sigue produciendo. Allí entramos. En la entrada aún puede verse parte de la estructura de piedra de sus inicios.

La situación no ha cambiado sustancialmente desde que las minas son propiedad del Estado y su explotación está en manos de cooperativas que, más allá de su nombre, lo único que tienen de cooperativas es una figura legal que les sirve para licitar el aprovechamiento económico de cada uno de sus ductos. Adentro de la mina, cada miembro de la "cooperativa" trabaja para sí mismo: es patrón de los empleados que le dé el presupuesto y la fortuna de encontrar una buena veta, y gana en función de lo que él y los suyos puedan sacar del socavón. Nada, más que la oscuridad y el aire irrespirable de la mina, se comparte. Por eso, en los más de los casos, se trata de generaciones de mineros que, de padre a hijo, transmiten lo poco o mucho que dejan los agujeros que alguna vez enriquecieron a los conquistadores.

A puro pico, pala y dinamita, los mineros van siguiendo la veta del mineral que se va escondiendo como una culebra plateada entre las rocas. También van royendo sus pulmones que fueron respirando el polvo y los gases de este submundo desde los 13 años, hasta que quedan irremediablemente duros a los a los 30.

Por eso semanalmente cumplen con el rito de pedirle a "El tío" que los ayude en la búqueda de esos gramos que aquí valdran poco o nada, pero que unos kilómetros más lejos servirán para la jactancia y la adulación. "El tío" es, ni más ni menos, que el mismísimo Lucifer, que los españoles introdujeron a las minas como una forma de ayudar, mediante el miedo, a que los indios y los negros trabajaran más. Con el tiempo, los mineros se apropiaron de esa figura que, puesta allí abajo, empezó a ser uno más de ellos, al fin de cuentas, habitantes también del infierno.

Así fue que se transformó en "El tío", a quien le ofrendan sus cigarrillos, toman con él unos tragos del alcohol puro y comparten sus hojas de coca, el único alimento que los mantiene en pie durante las 13 o 14 horas que permanecen en la noche de la mina. "Buenas noches" es la manera en que nos saludan, aunque entramos a las 10 de la mañana. A poco de andar, uno perdió noción del tiempo.
Horas más tarde, ya de vuelta en la superficie, nos topamos con algunas curiosidades. Primero una joya del márqueting lugareño puesto al servicio de Avícola Rolón. Como se puede apreciar, el lema es contundente y encantador.
Siempre en el rubro publicitario, dos piezas de colección que muestran cómo la política lo invade todo, y no solamente en época de campaña. Desde una tapa de alcantarillado que, para que no queden dudas, lleva el nombre del alcalde que la mandó poner (lo mismo se puede ver en los bancos de la plaza y en casi toda la obra pública)...
Hasta esta perla de un candidato del MAS que, sencillamente, debe haber pensado "con esto hago roncha". Como para que no queden dudas de su orientación ideológica, tiene esta foto como punta de lanza de su campaña. ¿Les trae alguna reminiscencia la imagen?
La últma noche, mientras preparábamos la partida hacia Sucre, sin embargo, nos topamos con una marcha que hacía retumbar las paredes al ritmo de comparsa y trompetas. Niñops y adolescentes de todas las escuelas de Potosí, marchaban por el centro de la ciudad con pancartas que reclamaban mejor educación como única posibilidad de un mejor futuro.
Una buena señal viniendo de quienes, tal vez, tengan en sus manos la posibilidad de dar vuelta la historia de una ciudad empobrecida por su propia riqueza, la que nació a la falda del cerro rico y sangrante de Potosí.

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