Dos amigos decidimos animarnos a la locura. Con casi nada, salvo una enorme ilusión y muchas ganas, resolvimos que era ahora o nunca el momento de concretar nuestro sueño: recorrer el continente americano en moto. Ahí vamos.

sábado, 27 de marzo de 2010

Un respaldo fundamental

Cuando hace unos seis meses nos decidimos por nuestras JAWA 300-9 para hacer realidad este sueño, lo hicimos en gran medida por la calidad de gente con que nos habíamos encontrado en esa empresa y la confianza que, además de los dos años de garantía, eso nos inspiró.
Pero cuando hace unos días enviamos un mail a JAWA para pedirles algunos repuestos, dispuestos -aunque doliera a nuestras finanzas- a hacernos cargo de los costos y del envío, no imaginábamos que nos íbamos a encontrar al día siguiente con un correo con el título "JAWA ARGENTINA LOS RESPALDA", en el que Roberto Martínez, el dueño de la empresa nos informaba que no nos preocupáramos por los gastos, que corrían por cuenta de JAWA.
No sólo fue bueno saber que se aliviaban nuestros gastos; lo más importante fue confirmar que no nos habíamos equivocado en la elección: porque las motos andan bárbaro, pero sobre todo, que a la gente con la que tratábamos le importa mucho más las personas que montan una JAWA que lo puramente comercial.
Así que para Roberto y para todo el equipo de JAWA ARGENTINA, nuestro profundo agradecimiento, que intentamos plasmar en el banner a pie del blog. Leer más...

miércoles, 24 de marzo de 2010

Postales del mar de sal

El trayecto de Tarija a Tupiza fue mucho más complicado de lo imaginado. No sólo por el deterioro del camino, lo que a esta altura ya no era una sorpresa para nosotros, sino por la falta de señalización, que nos hizo rodar varias decenas de kilómetros al dope, y por algunos inconvenientes que padecimos producto de la pura mala suerte, yeta que incluyó algunas caídas, roturas varias de las máquinas y lesiones menores, todo lo cual no hizo más que darnos fuerza para seguir adelante (si bien es cierto que estuvimos al borde de las lágrimas en algún momento).

Tras domar los cerros por casi unas nueve horas y viendo que el sol ya no nos acompañaría por mucho tiempo más y que tampoco a esa altura nos respondían los reflejos, decidimos armar campamento en el pico de un cerro (a casi 4 mil metros sobre el nivel del mar), más exactamente en el "patio" de un campesino criador de chivos y burros. La verdad es que el lugar era majestuoso, pero sopló durante la noche un chiflete que nos hizo tiritar de lo lindo, por lo que después de una cena frugal a base de pan, picadillo de carne y una sopita de pollo, nos embutimos en las bolsas de dormir (que realmente atajan poco) tratando de olvidar las penurias del día y pensando en que las cosas iban a mejorar en la jornada siguiente.

Andar por estos parajes es una experiencia increíble. Cuando uno empieza a hartarse de tanta tierra, cuando sencillamante se quiere bajar de la moto y sentarse a llorar al lado ante la impotencia de tanto camino malo, de pronto aparecen imágenes como la de esta iglesia abandonada en medio de las alturas, que le cambian el humor a uno, que son un regocijo para el ojo y que hacen que, en un instante, todo recobre su sentido.
Después de dos duras jornadas, llegamos por fin a Tupiza, un pueblo no muy distinto a otros que hemos atravesado en esta parte del país y donde la minería ha sido el principal eje de su economía. Allí pernoctamos un par de noches, donde aprovechamos no sólo para reponer fuerzas, sino para reparar los daños en las motos, recorrer sus mercados -iguales a todos los que hemos encontrado anteriormente-, y entablar conversación con gente que viaja sólo con una mochila en los hombros (aunque con muchos dolaritos y euros en los bolsillos).

Como en este lugar no existe lugar para acampar, es decir, un camping donde uno pueda acceder a un baño y a cierta seguridad, optamos por alquilar una habitación de un hostal cuya particularidad eran las "recomendaciones" de la dueña, consejos plasmados en carteles tales como: "lavarse los pies antes de acostarse", "no cambiar la posición del televisor", "los canales ya están programados", "abrir el grifo solo hasta la mitad" y un largo etcétera. Pero eso no es todo, sino que esos mismos mensajes estaban escritos también en inglés, pero en un inglés muyyyy del interior. No contenta con sus consejitos, la señora pasaba por las habitaciones golpeando la puerta para advertir, como nos pasó a nosotros, que la luz del baño estaba encendida.
En muchas poblaciones por las que hemos pasado nos hemos encontrado con hermanitas ya muy viejas de nuestras máquinas, pero que, a pesar del tiempo, aún siguen rodando, como es el caso de esta Jawa que divisamos en Tupiza, en el ingreso a un gran mercado popular.
Atento a que el camino nos llevaba a las elevadas alturas bolivianas y en base a recomendaciones de amigos, en un pueblito llamado "El Puente" nos compramos una bolsa de coca (4 onzas a 10 bolivianos), hojitas secas que colocamos en buena cantidad entre los dientes y el cachete y fuimos chupando (no se mastica) durante el recorrido, con un resultado satisfactorio en lo que hace al no apunamiento, pero muy deficiente en cuanto a la eliminación del apetito.

Si bien los caminos por los que hemos andado desde que entramos a Bolivia fueron de terror, esto fue ampliamente compensado con los paisajes que observaríamos en cada kilómetro recorrido. Así, en algunas partes dan ganas de pedir un par de ojos prestados para poder abarcar la magnificencia de lo que se abre ante uno.

Créannos queridos seguidores de este viaje, que es imposible describir lo que estamos viendo, ni siquiera la lente de la cámara puede reflejar estas maravillas, porque cuando captamos una imagen, que nos parece demasiado hermosa, estamos dejando de lado todo su alrededor que hace de esa imagen un paisaje soberbio.


En el camino, muy duro, insistimos, nos encontramos con "Carlos", un londinense que desde hace un par de meses recorre las rutas latinoamericanas a bordo de una bicicleta. Ya anduvo por nuestras tierras y ahora pedalea por las no pocas veces intransitables y polvorientas vías bolivianas. El tipo en su complicado español nos contó algunas cosas y después de sacarnos algunas fotos, para él y para nosotros, lo dejamos partir, cosa que hizo piolón y manso.



Después de Tupiza y de nuestra fresca noche en carpa a casi 4 mil metros de altura, llegamos a Atocha, un pueblo gris cuyas edificaciones fueron levantadas en la ladera de un polvoriento cerro y cuya plaza principal esta adornada con una avioneta cessna montada sobre una columna (¿?). Atocha, como no podía ser de otra manera, tiene su estación de tren y como no podía faltar, su mercado popular.
A fuerza de ser sincero este pueblo no nos gustó. Para colmo de males, uno de los altos cerros que lo rodean está formado por los residuos que deja la explotación del mineral valioso. Este caserío, según nos contaron, era el centro de abastecimiento de los mineros que trabajan en los numerosas minas que hay a su alrededor.
A pocos minutos de dejar atrás Atocha nos encontramos de frente con un cerro con varias bocas abiertas. Allí nos detuvimos y luego de consultar sobre la posibilidad de ingresar a una de las minas, un joven de nombre Juan nos hizo de guía en un recorrido esclarecedor y un poco angustiante, al comprobar (aunque esto uno siempre se lo imagina) las condiciones en que trabajan los pobres mineros.



Juan tiene 23 años y desde hace 10 trabaja en esta mina de Zinc. La cuenta no es muy complicada de hacer, empezó a los 13 años y por lo que dejó en evidencia no tiene pensado cambiar de rubro, aunque sí tiene la certeza de que para sus dos hijos espera un futuro mejor.

Los mineros, en este caso unos 80 hombres, trabajan en tres turnos durante 13 horas al día y cobran unos 4 mil bolivianos (unos 2300 pesos de los nuestros). Eso sí, no todo ese dinero va a parar a sus familias, sino que del salario deben pagar la comida que le sirven en el comedor de la empresa minera.

Juan, que cobra la mitad de los 4 mil por no trabajar en el interior de la mina -maneja el compresor que envía aire tierra adentro-, destina a alimentarse unos 700 bolivianos al mes, es decir que a su mujer y sus dos criaturas les manda 1300 para que sobrevivan. Pero lo que Juan pierde en sueldo por no trabajar en las profundidades, lo gana en salud, ya que la vida útil de un minero es muy corta debido a los gases que inhala en la extracción del mineral y que les destroza los pulmones; sin dejar de lado que se trata de una labor más que peligrosa debido a los no pocos derrumbes que suelen sepultar a los hombres para siempre, para luego ser reemplazados por otros, que quizá corran la misma suerte, porque como se sabe, amigos, el show (capitalista) debe continuar.

Al pie del cerro perforado hay una escuelita y, como en toda escuelita, alumnos. Estos chicos nos recibieron con gran alboroto y nos permitieron compartir un par de fotografías, no sin ponernos como simpática condición que nos colocáramos las "orejas de burro", gorro de cartulina que la maestra pone, a modo de castigo, a los perezosos que no hacen la tarea.

La partida, llena de despedidas que casi terminan en un reto de la maestra para que los chicos entren de nuevo a clases, nos puso de nuevo en la ruta para regalarnos nuevos paisajes. Y también para corroborar que, en el interior profundo de Bolivia, la presencia de Evo y del MAS, es muy diferente de la percepción que nos había dejado Tarija.





La sufrida y larga travesía por los ripiosos caminos se vio coronada gratamente a nuestro arribo a Uyuni, pueblito más que gris y polvoriento (los del oeste de La Pampa son un oasis al lado de estos) pero donde pudimos visitar una de las maravillas de esta querida Latinoamérica: el salar más grande del mundo, un océano (o si se quiere un desierto) blanco de más de 12 mil kilómetros cuadrados de extensión y con una profundidad de 120 metros (aunque los primeros 10 son de sal pura).

En determinada época del año se inunda unos 50 centímetros de agua, por lo que es imposible adentrarse, lo que provoca, imaginamos, el lamento de las innumerables agencias de turismo que pululan en Uyuni. El salar es explotado por una cooperativa de la localidad de Colchani, caserío que se levanta en las orillas de este fenómeno natural.



Obviamente nosotros tuvimos que abonar una platita a una de estas agencias para que nos llevara a conocer el salar. Pero fue una buena inversión, ya que no sólo recorrimos el cementerio de trenes (un fierrerío oxidado con forma de locomotoras y vagones antiguos), obviamente el imponente salar y la rocosa Isla de los Peces, un cerro que se levanta por varias decenas de metros a unos 65 kilómetros de la orilla y que está adornado por enormes y espinudos cactus que, según el guía, tienen algunos de ellos miles de años -creer o reventar-). También allí debimos desembolsar unos bolivianos para recorrerla.

Sinceramente, poner en palabras el impacto que significa llegar y andar sobre el salar, es algo imposible. Por eso preferimos sencillamente compartir estas postales del inmenso mar de sal que, si alguna vez pudieran, no debieran dejar de conocer.















Otra de las maravillas (o no tanto) de este lugar son las construcciones hechas con bloques de sal, entre ellas el Hotel de Sal, actualmente convertido en un museo (aunque esta palabra le queda bastante grande). Se trata de un complejo de habitaciones -no aconsejado para hipertensos-, donde el mobiliario también está construido con ladrillos de sal y adornado por raras esculturas de... sal.

El salar tiene, como no podía ser de otra manera teniendo en cuenta el abundante turismo, un mercado, donde uno puede comprar, por ejemplo, un cenicero o un llavero hecho de sal. Tambien tiene un mundo de locos pululando, que no dejan pasar la ocasión para sacarse algunas de la fotos que seguramente mostrarán hasta el hartazgo a quien se les acerque.



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